Misterios de la antigua iglesia de Petorca
FOTOS: NELSON VERGARA PINEDA
Cruzar el umbral de la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced, en Petorca, es como trasladarse a otro tiempo y lugar. Al cabo de un par de pasos aparecen frente a nuestros ojos verdaderas obras de arte que incluso datan del siglo XVII y que contrastan totalmente con la sencillez del pueblo minero.
Este templo es uno de los más antiguos de la región, pues se levantó en el año 1640, siendo reconstruido en tres oportunidades; la última de éstas en 1857. En su interior destaca por su antigüedad un óleo de considerable tamaño, que data de 1660 y que cubre gran parte del muro ubicado en el costado izquierdo de la entrada principal. A éste se suman Cristos de tamaño natural y una colección de imaginería colonial.
Para todo aquel que entra en este lugar, que pareciera haber quedado detenido en el tiempo, es imposible ignorar estos verdaderos tesoros. Por esta razón, son de los elementos más fotografiados y reconocidos por los turistas, que llegan en mayor número desde que la iglesia fue declarada Monumento Histórico en 2009. Sin embargo, hay otros secretos que muy pocos conocen y que han escapado a los flashes de los visitantes.
Sumido en el silencio y la tranquilidad que inunda los rincones de la iglesia, justo frente a los ojos de quien ingresa a ella, está el sagrario de plata labrada que, en medio de las rosas y claveles que lo adornan permanentemente, esconde unos floreros muy particulares.
Se trata de recipientes fabricados a partir de casquetes de bala, que se entremezclan con los normales, pasando desapercibidos para quien los observa desde lejos.
Sin embargo, con cada nuevo paso que se da para cruzar los poco más de treinta metros que separan la puerta de acceso y el altar, las diferencias de estos floreros se hacen más evidentes. Al mirarlos detenidamente, salta a la vista la particular característica de éstos, que es confirmada por la encargada de mantención del templo, Waldina Godoy Araya: 'Estos son floreros hechos de casquetes de bala de cañón que fueron donados por el Ejército a principios de 1900', asegura.
¿Por qué estos elementos bélicos fueron regalados al recinto? Godoy, que hace más de veinte años ha estado ligada a la iglesia y hace ocho que se encarga formalmente de la mantención del lugar, señala que los diez floreros -que se conservan intactos- fueron enviados a Petorca como una especie de agradecimiento por la ayuda económica que se entregó al Ejército chileno para financiar la Guerra del Pacífico. En ese entonces, gran parte del altar hecho de plata fue donado con este fin.
Hoy, aquellos casquetes de bronce son, paradójicamente, elementos esenciales de un lugar que es sinónimo de paz. Como testimonio de esa época quedan los floreros, que alcanzan entre los 25 y 40 centímetros y que aún conservan en su base grabados los años en que fueron fabricados (1910 y 1911) y el escudo de Chile.
La existencia de un pasadizo secreto que nacía bajo la superficie del templo y que abarcaba incluso la Plaza de Armas ha sido un comentario obligado, traspasado de generación en generación. Si bien es poco lo que los más jóvenes pueden contar, prácticamente no hay petorquino mayor de cincuenta años que no recuerde que sus padres o abuelos le narraron alguna vez esta historia.
Precisamente Waldina Godoy es una de aquellas petorquinas que, durante toda su vida, ha escuchado los relatos sobre el célebre subterráneo. Pero los años que ha trabajado en la iglesia se han encargado de echar por tierra cualquier indicio de su existencia.
La mujer asegura que jamás ha visto algún túnel que indique que hubo algún pasadizo secreto que conectara el templo con la plaza. De hecho, recuerda que 'cuando vinieron a trabajar para declarar a la iglesia Monumento Histórico, se hizo un estudio acá y llegaron a la conclusión de que no hay restos de algún subterráneo. Hicieron una especie de escáner y no aparecía nada'.
A pesar de que en ese estudio se determinó que no había indicio de algún subterráneo, Godoy se aventura a señalar que 'no puedo poner en duda tampoco a la gente antigua que contaba que lo había visto, porque yo no estaba ahí. Ahora no hay nada, pero quizás en algún momento hubo túneles que la gente les llamaba subterráneo, y con el paso del tiempo pudieron haberse llenado de tierra'.
Después de haber escuchado el rumor sobre la existencia del subterráneo y de recibir la mala noticia de que no es real, los ánimos quedan por el suelo. Y cómo no, si la posibilidad de conocerlo estaba a un paso. Sin embargo, la encargada del templo tiene guardado el lugar más enigmático para el término del recorrido: la catacumba, cuya entrada está en el piso de un cuarto contiguo al altar mayor.
Tras bajar por una estrecha entrada de alrededor de un metro de ancho, ésta se une con un pequeño túnel de adobe y estuco de unos cuatro metros de largo. Este pasadizo termina en un forado en la pared, pero nada de rastros del célebre subterráneo.
Lo que sí guarda este secreto rincón de la iglesia son restos de huesos y un cráneo humano encontrados en el lugar, y que, de acuerdos a estudios realizados, datan de fines del siglo XIX o principios del XX. Si bien no hay certeza de la procedencia de estas osamentas, cuando Godoy comenzó a trabajar en la parroquia ya existía la creencia de que se trataba de un soldado de la Guerra del Pacífico.
'No tengo claro cómo llegó aquí, pero algunos padres y la gente mayor que estaba ligada a la iglesia contaba que era de esa época, porque incluso tenía restos del uniforme. Además, acá atrás (mostrando entre sus manos la parte posterior del cráneo) se nota que tiene un impacto de bala', señala la mujer.
El recorrido llega a su fin y luego de haber estado en medio de la oscuridad, junto a aquellos enigmáticos restos humanos, es inevitable preguntarse por la presencia de aquella alma rondando el lugar. Ya en la superficie, con toda naturalidad, Godoy rompe el silencio: 'Una vez ahí abajo sentí que me tocaron el hombro y no había nadie al lado mío que lo pudiera haber hecho. Las otras tres personas que estaban también sintieron lo mismo'.
Con tamaña confesión rondando la cabeza y mientras se deja atrás la histórica iglesia, es imposible no pensar si algunas extrañas sensaciones experimentadas en la catacumba fueron producto de la imaginación o de la manifestación de aquel oculto huésped. Difícil saberlo. J