Cinco horas de navegación a bordo de la Esmeralda
Son las ocho en punto de la fría mañana y nos embarcamos en la lancha tipo Arcángel que sale desde el Club de Yates Higuerillas, en Concón.
Una breve internada al Pacífico, con una marejada que despunta y oscuros nubarrones que fijan sombra desde arriba. En eso, frente a mí, el famoso Buque Escuela Esmeralda de la Armada de Chile, el mismo que recorre el mundo en travesías de meses por océanos inabarcables.
La brisa marina reseca la piel; el oleaje hace crujir las cuadernas del barco que avanza a tres nudos. Baila como un rascacielos en temblor. Ya en su cubierta, se respira la grandeza en cada uno de sus palos, que alcanzan los 48 metros de alto. Cuatro en total, porque es el buque en su tipo más grande del orbe, sólo superado por los rusos. Los latinoamericanos tienen tres palos. La Armada apadrina a otros países, a Ecuador, por ejemplo. Un guardia marina de ese país llamado Cristián me corrobora: "Me siento agradecido con su Armada. Ha sido una experiencia inolvidable". Él, junto a otras 313 personas -30 son mujeres, hace tres años las incorporaron- lleva seis meses y cinco días de itinerario. Han recalado en 12 puertos, en países como Curazao, Francia, Alemania, Holanda, Reino Unido, Portugal, España, Brasil (Arrecife, primera vez) y Argentina.
Bajo unas angostas escaleras. Para un neófito en el asunto, como yo, hay peligros por todos lados: cuerdas que podrían zafarse, objetos contundentes por doquier. Ahora me encuentro en el salón Cámara de Guardia Marina. Allí, se vive un cóctel de camaradería. Aquí están todos esos lobos de mar cuyo hogar es un buque que representa el valor, el trabajo en equipo. Hombres y mujeres indomables que adoran los confines del mundo. Y mandar y recibir órdenes.
Maniobras de blanco
Ahora subo a la cubierta. "Este año hice dos bautizos a bordo, en el sector de la campana. Una tradición", me datea como anécdota el padre José Bravo, capitán de Corbeta, oriundo de la Séptima Región y que dejó de lado su título en Ciencias Políticas por las insignias y el llamado de Dios. "Cambié los caballos y los libros por las velas".
La tripulación procede a las maniobras, en nivel experto, la hacen en 30 minutos. Eso les ha valido premios internacionales. Parece una sinfonía de movimientos finamente ejecutados. También sonidos: 260 silbatos suenan a modo de comunicación. Comienzan a levantar las velas, hay amarre de cuerdas. Al fondo, las dunas de Concón como escenario al aire libre. Para uno que creció leyendo al Moby Dick de Melville o Julio Verne, esto es internarse al arrojo.
Desafiando el vértigo, arriba en la punta del primer mástil, un guardia marina termina de izar el velacho (vela de mastelero de trinquete). Viento en popa rumbo al Puerto. Antes, el sol encandila la panorámica por Reñaca, luego Recreo. Al lado, la lancha de Servicio General San Antonio saluda. Van dos horas de maniobras. Los palos están listos. Bajan las velas. Arman un paquete de amarre con ellas. Hay cantos.
Leonardo Riquelme vive en Gómez Carreño. Es cabo primero y enfermero. Hoy es un día especial, por partida triple: está de cumpleaños, ancla en casa y verá a su hija, nacida mientras él navegaba. "Hace cuatro años no teníamos una operación. Tuve que intervenir en alta mar". Constanza Pizarro, guardia marina de abastecimiento, fue la intervenida. "Mi operación salió súper bien. Primera vez que salgo tanto tiempo fuera de casa".
Asoma el comandante del buque, Carlos Fiedler Pinto, capitán de Navío, quien lidera feliz el XXXI crucero de instrucción, 40 mil kilómetros de recorrido (una vuelta al planeta). "Cumplimos la misión. No tuvimos ningún percance. Todo salió muy bien. Y ganamos dos regatas, las más grandes del mundo".
Retumban las sirenas. El dique, un barco de Greanpeace y el imponente crucero World se avistan antes de recalar en el molo.
Allí, en Valpo, centenares de familiares alzan manos. Pancartas, pendones y globos dan la bienvenida a sus "héroes" navegantes.
Una en punto. Besos, abrazos, lágrimas, reencuentros y, casi pegada a la reja, una joven -con su guagua- no se aguanta más. Silvana Peñafiel le hace honor al apellido. "Por fin nuestro hijito de cuatro meses conocerá al papito. Espero que llegue con el anillo". En eso, un acaramelado beso de su pololo, Diego Robles, cabo segundo de maniobras. Sus compañeros le arengan, "dale campeón". Sin embargo, hoy tendrá que quedar de guardia, mientras el resto se retira, por fin, dicen, a tierra junto a los suyos. Al son del himno de la 'Dama Blanca'. J