Lustrabotas de Aníbal Pinto guarda su lustrín
Domingo Anaya Valdés, uno de los últimos limpiabotas porteño, jubiló y partirá a vivir al norte en tres semanas. Sus fieles clientes aseguran que lo van a extrañar mucho.
Domingo Anaya Valdés es uno de los últimos lustrabotas que se mantiene trabajando en las calles de Valparaíso. Y el único que limpia y embellece los calzados de quienes transitan por el sector de la Plaza Aníbal Pinto.
Ahí en un rincón de calle Melgarejo, justo frente a la Intendencia, Domingo instala su lustrín sagradamente a eso de las 6 de la mañana. Es que a esa hora comienzan a transitar algunos de sus clientes, quienes aprovechan de lustrar sus zapatos para llegar de punta en blanco a la pega.
Son las y los clientes del lustrabotas quienes más se sorprenden con la noticia de que en tres semanas más Domingo guardará su lustrín y partirá a vivir al norte. Allá lo espera su familia antofagastina. Aunque lo más importante para él, es que podrá descansar tras haber jubilado luego de una vida de intensos sacrificios, ejerciendo uno de los oficios más nobles. Y que al mismo tiempo va desapareciendo con el paso de los años.
OFICIO NOBLE - ¿Cómo llegó a ser lustrabotas?
-Yo me arranqué del Hogar de Cristo de Santiago. Tenía 8 años, cuando nos trajeron a un paseo a Laguna Verde, y yo nunca había visto el mar. Cuando volvimos al hogar y fue la hora de irnos a dormir, yo soñé que me bañaba y me pasó un accidente, 'pasé el río', como se dice", recuerda Anaya.
Y agrega: "Al día siguiente las monjas me pegaron con una varilla y después me mandaron castigado a barrer la cancha. Yo estaba en eso cuando justo veo una micro verde parada afuera y la gente subía. Así que dejé todo botado y me subí a la micro. Cuando después de un buen rato empecé a ver los barcos y aparecí aquí en Muelle Prat. Y ahí me quedé acá en Valparaíso hasta ahora".
La suerte del pequeño Domingo cambió cuando un matrimonio de sumplementeros que tenía un kiosco de diarios en el sector de La Aduana lo acogieron como hijo.
"Don Emilio y su señora ya están finaditos. Con ellos yo salía a vender diarios. Y así un día llegué hasta el Molo, donde arreglaban las lanchas. Ahí les caí bien a los marinos, y ellos fueron quienes me compraron mi primer lustrín y latas de betunes. Y ahí yo empecé a aprender de a poquito".
En ese entonces Domingo tenía apenas nueve años, y desde ahí que se ha pasado toda su vida lustrando zapatos. Tan dedicado estuvo en su labor, que no quiso tener familia, ni hijos. Tampoco deja a un aprendiz que continúe con el oficio en extinción. Por lo tanto nadie lo reemplazará en su ausencia.
"No tenía idea que domingo se iba para el norte. Me da pena porque es uno de los pocos lustrabotas que van quedando en la ciudad. El hombre es profesional, pero de todas maneras merece descansar", dice Julio Molina, mientras lustra sus zapatos
A pesar de haber sufrido desde niños, el lustrabotas está muy agradecido de las oportunidades que tuvo gracias al arte que aprendió con su lustrín.
"El lustrín me lo quiero llevar, porque después de descansar me gustaría volver a trabajar en Antofagasta. Y así puedo ayudar a mi hermana con los gastos de la casa. Aunque pienso que igual voy a extrañar el Puerto, y las conversaciones con los clientes", concluye.