Los nuevos aires gastronómicos que irrumpen en cerro Bellavista
La escena apuesta por la recuperación comunitaria en el cerro Bellavista. Y en esa línea, aquí les va un novedoso local hecho a la carta del porteño: verde (en concepto), con vista marina y abierto a expresiones artísticas.
Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso
Su piercing estampado a la nariz brilla intensamente, casi tanto como aquellos folclóricos bocados que han hecho grande a la cocina del puerto y que aquí deslumbran a todas luces.
Karen Ulloa se llama esa coqueta garzona que también aplica malabares en la generosa barra para los cócteles. Va y viene con esmero. También destila gracia. Todo mientras el apetito -y la sed- comienza a hacer agua la boca. Los utensilios que asoman y bajo ellos, las conservadas máquinas de coser singer que sirven de ingeniosas mesas a comensales.
En menesteres gastronómicos hay un dicho que dice algo así como que por su comida los conoceréis.
De entrada, aquí lo criollo -su fuerte- sabe bien. 'Terraza Lamar Restaurante', así se llama, se cocinó con ahínco y sin pausa en sólo dos meses (entre fines de octubre y el 9 de diciembre, marcha blanca). Sus fogones, donde lo casero ya marca una impronta así como las técnicas que evocan a los mágicos sartenes de la abuelita, son fruto del emprendimiento de dos socios llamados Javier Martínez y Darío Lara. Ellos dieron un giro a su vida. Se la jugaron con tuti por abrir un restorán, no cualquiera: la idea es que te sientas como si estuvieras en el living de tu casa, encima en la ciudad más glotona de Chile.
Y es que en ámbitos culinarios, no sorprende que Valparaíso sea una suerte de torre de Babel del sabor, un puerto que conecta y comunica a aquel insaciable torbellino de mandíbulas en busca de nuevas sensaciones para hincar -y bien a fondo- el diente.
Pero no sólo eso, también los detalles estéticos y de ambiente al verde ecológico hace que aquí servirse un bocado sea una experiencia de chuparse los dedos; un asunto de piel. O al menos eso pretenden hacer sentir con la calidez al trato los encargados de la atención al cliente. Porque son relajados pero eficientes.
Eso sí, alcances: póngale del bueno al punto en cocción al rico pastel de jaiba, que el pescado no albergue tantas espinas y se agradece un bajo al ácido en el pisco sour. Otra cosa: en la previa al ingreso que circunda el local, aquella escalinata natural no vendría mal regarla, pero con cloro. Y claro, los estacionamientos… pero esa es otra historia que aplica para todo Valparaíso.
Más allá de estos detalles que no merman calidad, lo de estar enclavado en el ombligo de un cerro llamado Bellavista está lejos de la mera casualidad.
Una comunidad
Hablamos de un área donde el sello pasa por la cultura. Un entorno para estómagos dispuestos y mentes despiertas. Allí están La Sebastiana, Museo a Cielo Abierto (MACA) y Café Sello Verde. Como contraparte, los vecinos que podrían quejarse por el ruido y movimiento en una zona residencial.
Un poco más arriba, irrumpe el alemán Hortzenplotz, un espacio gastronómico abierto creado a la usanza de don Otto para integrar a la comunidad del cerro. La suave música en vivo, expresiones culturales y recitales a capella de vecinos, irrumpen en sus 60 m2 distribuidos entre ocho mesas rústicamente pulidas y ahumadas, como aquella contundencia shopera en mano... todo en una decoración ilustrada a los sentidos gráficos que hace oda a un cuento infantil.
Sin culpas: bon appétit
De vuelta a Lamar, una portentosa terraza que enfoca su mira privilegiada al Pacífico -y el puerto querido- saluda como Baco manda. Bajo las estrellas o el incandescente sol, esa terraza parece diseñada (con un piso cerámico que recuerda a Copacabana, en Brasil) para un objetivo de peso: gozar del verano -veremos en inviernos- con sus consecuencias. Sin culpas ni miramientos, porque aquí, aseguran sus dueños, las jornadas a los manjares serán carta.
Por eso no extraña que lujuriosos platos, a módicos precios ajenos a esas espaciosas billeteras propias de turistas del Alegre o Concepción, hagan un desfile a los sentidos al alcance del bolsillo… por ejemplo de un patiperro local.
Ya sentados en confianza, acá no hay espacio para un trago amargo. Javier Martínez mueve la cabeza al ritmo de sus gafas oscuras que recuerdan al Johnny Deep de Tim Burton. De principiante en este rubro tiene poco: sus abuelos fueron los dueños de la antigua Quinta Martínez, allá en los años 50. De hecho, su abuela Yolanda Cuevas, fue quien le inculcó ese bichito por las ollas. Ella le enseñó sus secretos de la buena mesa. "Me tenía pelando de todo. Aprendí a cocinar porotos, cazuela, pastel de jaiba, pescado frito. Toda una lección de vida", reflecciona Javier, a la vez que sumerge su paladar en un irresistible ceviche.
Al fondo, como si tuviera encima una sobredosis de Neurobionta, se aprecia a su socio Darío que sigue embalado en todos los menesteres que involucra un emprendimiento de este tipo: cocina, mantención, decorado y hasta limpieza. En un respiro, se acerca. Dice que tiene un campito en el sur donde experimenta con miel; que en la apicultura las cosas no son tan dulces en cuanto a negocio, enfatiza Darío. "Soy ingeniero pesquero. Trabajaba en buques y en el tema de los salmones. Allí hicimos amistad con Javier que también tenía que ver con eso", cuenta.
Café-vivero
Esa amistad luego derivó en una ambiciosa idea: hacer algo en verde. Y en la Ciudad Puerto. En primera instancia, pusieron fichas a la creación de un café-vivero. Ya Javier tenía experiencia con un hostal. La mirada de ambos se fijó en ese mismo sitio, pero las dimensiones no acompañaron la iniciativa.
Así llegaron a esta casona, de vista deslumbrante y que llevaba meses en abandono. Se hicieron de ella, pero la idea del café-vivero mutó hacia lo que hoy nos tiene aquí.
En solo cinco meses lo remodelaron por completo: pusieron cerámicos, murallas, desde el sur trajeron maderas nativas como alerce. Incorporar el concepto verde en este lugar es su lema. "Queremos hacer un huerto orgánico, cultivar nosotros mismos lo que vamos a utilizar para la cocina", refuerza ahora al aliento de una refrescante cerveza Javier.
Los socios reiteran a coro que el fuerte del local es la comida chilena, pero de calidad. "No quedarse con la típica cazuela o charquicán". Pero hay ambiciones apegadas a lo autóctono. Por ejemplo, trabajar con productores locales. Temáticas a la pachamama. "Ya encargamos el horno de barro: queremos hacer el domingo criollo; empanadas, pastel de chioclo". En el fondo, alejarse de lo gourmet para volver a los sabores de la tierra o, si se prefiere, aplicar el condimento de las quintas.
Y claro, seguir edificando, paso a paso. También integrar a la gente del barrio. Abrir incluso un espacio comunitario.
Allí están los muros disponibles para que fotógrafos o pintores expongan y monten obras. Ya trabajan con músicos. Como la Carola, quien llena las noches con decibeles cargados a la tonada porteña.
Si de espacio relajante se trata, "éste podría ser tú lugar", recomiendan los socios de Lamar. En simple, como casi todo acá: sentarse junto al computador, leer libros, traer a la familia... ofrecer a los visitantes información turística de museos, hostales y eventos.
Sus planes inmediatos apuntan alto, como su Terraza: potenciar alianzas con los viñedos de Casablanca. También estrechar nexos con los productores agrícolas de Quillota y Limache. Incluso acercarse a las caletas a través de la asociación de pescadores.
Pero, ¿qué pretenden a futuro? Ambos socios digieren lentamente la pregunta, como si se tratase de un caldillo de congrio, que sólo aquí hacen con fumet (caldo concentrado de pescado) y leche de coco. Javier responde: "Ocupar un espacio que se ha desvalorizado mucho y que tiene que ver con nuestra comida, la sociedad, cómo nos presentamos a los turistas a través de nuestra comida. 'Mira que son ricos los pasteles de choclo de acá', con que digan eso me doy por pagado", dice, mientras la chica del pearcing brilla, ahora con la cuenta.