Guillermo Ávila N.
Para muchos, resulta preferible ver el vaso medio lleno. Y si de suerte se trata, mejor. Por ejemplo, contar los gatos en el trayecto de un camino. Dicen que si se suman siete, se tendrá, nada menos, un día venturoso.
Con eso como aliciente, por delante del nuevo Mercado (aún en construcción) en el Barrio Puerto, donde filetean los pescados frente a gaviotas que se pelean los trozos ante curiosas palomas y juguetones perros, a esta hora de tarde, los gatos... escasean por uno de sus bocados favoritos.
Y es que muchos de los felinos clásicos del sector ya han partido al paraíso gatuno. Así lo prefieren creer locatarios de algunos de estos puestos pesqueros. Sin embargo, una dirección salta al vuelo en el tema: al final del pasaje La Matriz, frente a la emblemática iglesia del mismo nombre -que data de 1559- un establecimiento de lo más pintoresco, llamado La Yolanda, alberga a dos gatitos con su historia.
Mininos de la calle
Se tratan de los veteranos -también de las mil batallas- machos Bastián Alejandro y el plomito Andrés. Ya no alcanzan a saltar: se golpean contra el mostrador de las comidas al momento del brinco. "Ahora son flojitos, casi no cazan", se escucha al fondo. Allí, entre los artículos de aseo, perfumería y alimentos para mascotas, un felino del tipo egipcio está de punto fijo sobre un barril de comida. Desafiante con la mirada verde esmeralda, cuida celosamente de toda la mercancía. Es territorial.
Para Jimena Díaz de Alda, propietaria de este establecimiento, que ya cuenta con su tercera generación desde 1928, el pasado de este animalito, hoy de ocho años de edad, es "heavy. Un sobreviviente", agrega orgullosa.
De tonalidad gris y pintas negras, este gato es su regalón. "Antes vendíamos cloro suelto. Teníamos el tambor en la esquina del local. Una mañana al abrir el negocio, sentí mucho olor a cloro". Entonces, doña Jimena, al acercarse al pasillo angosto y pequeño, la sobrecogió una escena: el plomito Andrés yacía semi mojado, con los ojos dilatados y la lengua afuera. "Dije: ¡se cayó al cloro!". Inmediatamente lo lavó con jabón Popeye y secó con paño. No fue todo: le dio, al gato, respiración boca a boca. "Apliqué masaje, le moví la lengua. Lo tuvimos un día hospitalizado con suero, ¡lo salvamos!".
Sobre el mesón, Bastián Alejandro también tiene su fama: dejó preñada a todas las gatitas del sector. Así nos cuenta Jimena Díaz, para quien esta mascota de pelaje blanco con rayas negras, le provoca ternura el cómo llegó aquí cuando lo acechaba una jauría furiosa. "Mi hija lo rescató debajo de un auto hace años. Era chiquito, cabía en la palma de mi mano. Lo cuidamos durante un par de semanas hasta que abrió sus ojitos. De allí se quedó con nosotros", dice Díaz.
Pero los autos no son lo de Bastián Alejandro. Sólo ve con un ojo, el izquierdo. Eso tras "robar" pescado en el Mercado Puerto, un vehículo lo pasó a llevar a la pasada. De allí perdió la visión, pero no el cariño a sus nuevos amos; ronroneo que estos lanudos de piel le proporcionan a diario a la fiel clientela y los cinco empleados de la legendaria La Yolanda.
De bigotes
En el Antiguo Egipcio, ellos sólo pudieron domesticar un animal: el gato. Aquella especie de biblia virtual a la red, como lo es Wikipedia, señala que se trata de una subespecie de mamífero carnívoro de la familia Felidae. De hecho, desde hace 9500 años que este animal está en convivencia cercana al ser humano. Por otra parte, de acuerdo a la revista Nature, los ancestros gatos domésticos comenzaron a separarse de las líneas salvajes hace 13 mil años.