La tristeza del pintor que retrató Katmandú
En su casa de Playa Ancha, en Valparaíso, el pintor Gonzalo Ilabaca ha contemplado con consternación la destrucción que dejó el terremoto 7.8° ocurrido hace unos días en Nepal. Además de las miles de personas que fallecieron en el sismo, el terremoto de Nepal también acarreó otro tipo de muerte y destrucción: la de antiguas y sagradas obras de arte y arquitectura.
A Ilabaca le duele, sobre todo, la destrucción de la plaza Durbar, en Katmandú -la capital de Nepal- y de la plaza Patan, las que considera "las más lindas del mundo".
En 1996, Ilabaca y su familia vivieron un año en la India y, escapando del monzón, viajaron a Nepal, donde estuvieron un mes. Allí, el artista pintó la plaza Durbar, cuadros que hoy sirven de testimonio de una belleza arrasada por el terremoto.
"Como suele ocurrir en lugares tan maravillosos, uno tiene la sensación de que llegó tarde, 30 años tarde, cuando en ese lugar tan real como atemporal aun no existían los automóviles", recuerda Ilabaca. "Sin embargo", añade, "las dos plazas de Katmandú eran otra cosa: representaban un pórtico, la entrada sin tiempo, la posibilidad de salir no sólo de una ciudad, sino también salir de la naturaleza misma, la posibilidad de llegar a un lugar sagrado que sólo se encuentra en el corazón del ser humano, en el corazón de los niños más que nada. Un lugar de la devoción (amor), de la belleza (arte) y de la muerte, es decir, de todo lo que no puede ser colonizado".
HISTORIA SAGRADA
Ilabaca retrató en varios cuadros la plaza de Katmandú, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y hoy destruida por el terremoto.
"La plaza de Katmandú tenía templos hechos de madera de un solo árbol (algo para no creerlo), levantados sobre piedras talladas con arquetipos milenarios y monstruos para espantar los demonios. Tenía elefantes, budas, flores talladas en la piedra pintadas con pinturas que los fieles sacaban de sus frentes haciéndolas revivir. Todo esto protegido, abrazado por raíces de árboles que seguían los recovecos en tramas vegetales conseguidas por años y años. Hombres sagrados sin tiempo que prendían inciensos olorosos y mujeres campesinas que traían flores de los montes más altos del mundo", cuenta el pintor.
Otro aspecto de la plaza Durbar era la presencia de la "niña diosa", que vivía en el palacio principal del complejo, integrado por varias edificaciones.
La niña, llamada Kumari, era "una niña diosa viviente que vivía en el palacio principal, el cual sólo abandonaba tres veces al año. Una niña de 7 años elegida por los sacerdotes de la casta más alta, descendiente del Buda, porque Buda nació en Nepal pero se iluminó en la India. Una niña que para ser escogida tenía que pasar por pruebas notables y extrañas: reconocer prendas y objetos que pertenecieron a antiguos lamas sagrados, lo que comprobaba que sus ojos veían con el corazón; dormir en piezas con cabezas de búfalos decapitados, con la sangre esparcida por el suelo y murallas para demostrar que no tendría miedo; y no haber sangrado nunca, nunca haber tenido una herida cortante, porque los dioses no pueden sangrar. Por eso esas niñas, cuando menstruaban, dejaban de ser diosas y eran reemplazadas por otra Kumari. Todas las mañanas, a cierta hora, Kumari salía por un balcón y saludaba por unos segundos a los turistas, a sus compatriotas, a los monos de los árboles. Todo eso había en la plaza de Katmandú", relata el artista porteño.
"Y alrededor de ella estaban antiguos artesanos del bronce sacando moldes de todos los Budas, de Tara, de Maitreya, el Buda de los tiempos futuros. Todo eso había en la plaza más linda del mundo. Y todo eso desapareció. ¿Y dónde estará ahora Kumari? ¿La diosa que no podía tener heridas? El terremoto se llevó a Kumari, el templo y la plaza y sólo quedó el dolor de los que perdieron a sus familiares. Y aquellos shadus o vagabundos sagrados que adoraban ese lugar, que no tenían nada, ni familiares ni ropa, pero igual perdieron todo, ¿lo perdieron todo? ¿Están tristes y bajoneados? Ellos, los santos vagabundos, ¿pueden estar tristes los hombres sagrados? Eso es lo que ahora me pregunto… Yo sí estoy triste porque no soy santo, porque no he renunciado a nada, porque creo que la belleza salva", añade Ilabaca.