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Bar Cinzano: ¡hay larga vida para la bohemia porteña!

Desde el entorno más tradicional del barrio Puerto, un restaurante -parte de la esencia de la ciudad- no baja la cortina. Panzer, turistas, escritores, artistas, políticos, locos lindos, gozadores y chilenos de pura raza brindan. "¡A tu salud!".
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Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valpraíso

"Que quede claro: no vamos a cerrar. Queremos durar otros 120 años". ¡Paren las sirenas! Como un bombero, las palabras del propietario del Bar Cinzano, Pablo Enrique Varas, llegan a tiempo para apagar las llamas de un rumor que se propagó como bola de fuego. La bohemia porteña puede respirar tranquila.

En la vereda se aprecia una pequeña cofradía. "¡Vaya festival de carbohidratos!", dicen unos españoles satisfechos a la salida del local, mientras terminan de limpiar restos de comida de sus frondosas barbas multicolores.

Seamos claros (y sin permiso del J. Cruz), estamos en presencia del lugar donde realmente se inventó ese plato, con los ingredientes (im)perfectos, las grasas en su punto… el bocado regalón del porteño que se precie de tal. Aquí fue creada la Chorrillana cuyo autor fue, precisamente, el padre de quién ahora lleva la batuta.

Porque el Cinzano, ante todo, es un restaurante que tuvo fecha de inscripción en 1896 al alero de una dinastía familiar italiana y que se extendió hasta 1978 para dejar paso a lo criollo, en manos de los Varas.

No es fácil ponerle candado a esta joya del puerto inmortalizada a través de fotografías e imágenes televisivas que sigue captando la devoción de gastrónomos y comensales de todos los rincones del planeta. Como en una procesión, esto no para. Nunca.

Y es que al Cinzano van todos los famosos -y los ciudadanos de a pie- que pasan por el plan porteño. Todavía más: muchos vienen hasta Valpo simplemente por adentrarse en las fauces de este clásico. Pero su propietario, Pablo Varas, no le gusta mucho citar a los famosos, ni posee libros para recoger sus autógrafos. Tampoco se aprecian fotografías en sus centenarias paredes que den pistas acerca de las visitas ilustres.

La verdad es que siempre han venido todos. Aquí el vate Pablo Neruda se reunía con sus contertulios para arreglar el mundo a través de la pluma en la mesa redonda frente a la ventana. En la otra vereda, Roberto Ampuero incorporaba relatos de la taberna en su prosa. Los Tres tomaron prestado como colegas a los músicos de acá, incluso para grabar discos.

Si se lo mide por números, tal vez el prestigio del Cinzano de hoy no guarda proporción con el tamaño del restaurante. O quizás por eso mismo es tan reconocido: porque no son más de 150 personas de capacidad máxima, que establecen un juego matemático perfecto en el que suele resultar mayor la demanda que la oferta.

En este palacio de la gula de Pablo Varas cualquiera que tenga la ocasión de colarse tras la barra o la cocina comprobará las bondades de aquel ejército blanco de 20 soldados de la gastronomía local encargados de mantener a todo vapor la música de los utensilios. Porque aquí todo funciona a ritmo de sinfonía. Y los menús estrellas a base de mariscos y carnes. También el "sanito" plato Cinzano: cerdo, costillar, chorizo y papa cocida. Manjar.

Ese qué se yo

De la puerta para adentro, como en una pintura de Manet, el claroscuro domina. Diseño clásico puro: la elegancia se ensalza con la simpleza. Su decoración brilla por detalles cargados de sentido y tradición. Las sillas y mesas de madera pulida y ahumada. Hay réplicas de barcos, cristalería, botellas de colección, refrigeradores de medio siglo, fotografías del Wanderito -aquí todos son del verde-, piezas de arte y vigas antiguas del lugar.

Tal simpleza guarda relación con el alma del porteño. Esa que buscan para empaparse los turistas.

Jorge Campusano tiene 75 años, de esos, 50 los ha dedicado al Cinzano. "Es parte de mi vida. Llegué cuando el dueño era Ángel Benvenuto. Uno aquí se siente importante", afirma el administrador, quien partió como limpiador y copero. A su lado, Rodolfo Gaete, barman, ya tiene 31 años en el bar. "Esta pega la llevamos adentro".

Un cliente, de esos que echan anclas, se incorpora a la conversa. Es Octavio Benavides. Acota: "Este entorno es parte del espíritu porteño. Somos como una familia que comparte vivencias todos los días. Todos somos Wanderinos".

Lunas llenas

sLas noches en los fines de semana no cabe un alfiler. Los músicos se roban el show. Y eso data de los años 50 en adelante cuando los hermanos Carbone, Manuel Fuentealba, Luis Barrera y el "Pollito" González le ponían -y ponen- melodía a la bohemia del Puerto. A punto de salir a escena, la hija de éste último, Miriam González, mantiene el legado: "Entré a cantar cuando la querida Carmen (Corena) falleció". De eso, 10 años. Esta noche Miriam es la voz de los boleros y el vals peruano. "Es el único local que tiene este tipo de música en vivo. Ni siquiera Santiago tiene uno igual".

Ahora es el turno de la voz del tango. Las luces descubren sus poderosas cuerdas vocales. Ya bajo la tarima, Óscar Aníbal asegura estar en el aguante. Para él, que llegó a echar raíces a Laguna Verde hace 16 años desde Talagante, este entorno es especial. "Cantar en la ciudad del Patrimonio de la Humanidad y ante ciudadanos de todas partes del mundo es emotivo" susurra Aníbal.

Los turistas aplauden. También los locales. Todos parecen sucumbir a los encantos, la música, las copas, los menús, la tradición, el legado que, ya lo dijo fuerte y claro Pablo Varas, "no para más".