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Antonio Peron: el "Padre de los pobres" porteños

Su presencia es casi divina para muchos habitantes de Valparaíso. En las calles, casas y hospitales públicos, su prédica en terreno es como un bálsamo. De lucha y fe.
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Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso

Como en la Viña del Señor, hay de y para todo. Por ejemplo, en el camino hacia el rancho de Chucándiro, en Michoacán, México, por años se ven decenas de mujeres ataviadas con ropa indígena, que les llaman guaras. Todas van dichosas a misa, mientras que de fondo un sujeto de blanco canta 'La vida no vale nada', de José Alfredo Jiménez.

La voz tiene ángel. También ha lanzado cd's. Es el cura Alfredo Gallegos, mejor conocido como el "padre pistolas", cuya fama mundial trascendió debido a una fotografía suya de culto: debajo de su sotana, asomaba un revólver clavado a la cintura. El hecho sorprendió porque el arma es real y el hombre que se quita el hábito es un cura de verdad.

Hoy, la iglesia Católica enfrenta una compleja encrucijada. Con los casos evidenciados de abusos y pedofilia por parte de sacerdotes en diversas latitudes del orbe, el ojo del huracán los ha tenido, al mundo cristiano, en la mira revuelta desde hace unos años. Sólo un lavado de imagen reciente de la mano del Papa Francisco ha devuelto aquella alicaída credibilidad trastocada tanto para los seguidores como detractores de la primera religión, por decir, en México, Brasil y Chile.

Justamente más al sur del continente, en las agrestes quebradas de los cerros porteños, en un lugar llamado Chile, otro colega del "padre pistolas", también desenfunda prédica, pero su liturgia la hace de un modo visceralmente opuesto: sólo a través de la palabra. Y con actos de fe, en la calle, en los aposentos de sus devotos feligreses.

Un Todoterreno

Padre Antonio Peron Ghiotto, nuestro entrevistado, está pronto a cumplir los 90 años de edad. De una lucidez brillante, en la tonalidad de sus transparentes ojos celestes que hacen juego con unas conservadas canas a lo actor Paul Newman, desde hace un cuarto de siglo que su existencia la dedica por completo a las causas de las personas más vulnerables de nuestra zona.

Si hubiese que ubicarlo en un cuartel de operaciones, éste sería entre cerro Barón, Larraín y Rodelillo. Es día de semana y afuera un inusitado sol de abril calcina por la calzada. En la calle, los negocios cerrados; las casas, unas al lado de otras, con chapas oscuras de metal. La única señal de vida es el lento movimiento de una señora cartonera, también algunos simpáticos 'cachupines' que se pelean en un basurero.

Para ingresar a la refrescante sombra del amplio Colegio Leonardo Murialdo en cerro Larraín, hay que tocar un timbre que está junto a una puerta de madera. Al traspasarla, un breve pasillo y luego unas escaleras que llevan a los pisos superiores en medio de un alumnado en clases. Una puerta deberá abrirse para mostrar la escena que venimos a ver: un altar, un pastor que congrega el pan y el vino, y algún crucifico en zona bendecida.

Una vez dentro, el asunto cambia. Más bien se trata de un piso algo minimalista en amarillo, con algunas repisas y un cómodo sillón que invitan a la paz. Porque aquí viven, como Antonio Peron, personas dedicadas en exclusiva al Señor. Y aquí nos conversa, frente a un ventanal que provee una magistral vista a los cerros y la bahía de Valparaíso, alguien que es el alma y corazón de parroquianos del sector. También de las capillas San José de Rodelillo y Nuestra Señora del Pilar porque sus labores además están en la iglesia.

Allí, desde tempranas horas sale, como cada día, a sus oficios de ayuda social y evangelización a gente pletórica de la Palabra y fe en los "hijos de Dios" que, en algunos casos la vida -o sus decisiones- los llevó a extraviarla, acota el sacerdote Peron. "Pero allí está la fe. Sólo hay que trabajarla".

Italiano de cuna, nació en Vicenza, a 80 kilómetros de la idílica y húmeda Venecia. Se declara voluntario de la congregación de los Padres Josefinos, que se cimentó en Turín, por el padre San Leonardo Murialdo.

Para que se haga una idea de su extensión, está localizada en países como Italia, España, Albania, Alemania, en Europa. En América, Estados Unidos, México, Ecuador, Colombia, Argentina, Brasil y Chile. También India, en Asia, y África. "Llegué a Chile en 1992. Aprendí bien el idioma. Mi memoria me falla un poco, pero todos dicen que estoy clarito", comenta entre sonrisas.

Por un asunto de reflexión interna, don Antonio le solicitó al Padre Superior salir de Italia. Para él, nada menor: contaba con 64 años. Su anhelo era ir a México "por cosas personales", precisamente en los parajes del mediático "padre pistolas" Gallegos, pero los consejos de su mentor eclesiástico pudieron más en un 'gallito' de tira y afloja: Argentina y Chile estaban en su próxima órbita evangelizadora. Al final, las homilías fueron a parar a su hoy "Valparaíso querido".

Una vez instalado acá, desarrolló gran parte de sus conocimientos en darle forma y vida a la parroquia que se localiza en los dominios del Barón y Larraín, colindante al mismo Colegio Murialdo. "Era necesaria la presencia de la capilla en una zona abandonada. La población, en general, es bastante pobre, muchos viven en las quebradas en precarias condiciones".

Y es precisamente allí, a punta de overol y cruz, que labra credo para acercarse a la gente. En la onda jesuita.

Pero esta labor la dedica a un escuadrón que trabaja junto a él, palmo a palmo, trinchera en trinchera. "La posibilidad de contar con voluntarios perseverantes es destacable", agrega con el orgullo a flor de piel y una credibilidad que recuerda el peso de uno de sus máximos referentes, el Papa Juan Pablo II.

El cura que cura

De ese modo, se permitieron concretar un deseo, un sueño que rondaba en muchas cabezas de la comunidad porteña: el comedor de San Leonardo, motivo de un próximo reportaje. "Yo estoy muy feliz de estar con ellos", asegura, mientras reflexiona sobre un hecho de tacto que va en la idiosincrasia propia del latinoamericano. "Esto es muy diferente a Italia… allá no se da fácilmente las manifestaciones de cariño como acá, y más en Valparaíso".

Ahora sus sílabas parecen alargarse, en pausas eternas. "Llegar al corazón de las personas es gratificante. Que ellos te den las gracias, es emocionante".

Y agrega Antonio Peron: "Por ejemplo, al inicio yo no estaba acostumbrado. Pocos sacerdotes (por decir ninguno) habían pisado las casas, de nadie. En Italia esto es muy normal, allá todos los años iba a visitar las familias, me conocían. Acá siempre me agradecen cuando asisto en persona a un enfermo", porque, como bien corrobora, ésta es su misión, su tarea, su responsabilidad.

"Cuando me piden este 'favor', lo hago siempre por la persona pobre, enferma, necesitada". Entonces, en esta parte del relato, Antonio Peron se silencia, levanta mirada y deja de pestañar. Sus colegas entran al debate. "Para mí es una cosa normalísima (sic) que tiene que hacer cada sacerdote. Salir a terreno".

Si es por vocación, sus pilares se erigieron debido al ambiente que palpó durante su infancia en un entorno familiar de valores y tolerancia, acota. Luego se afianzó aún más en un pueblo donde, según comenta, casi todos eran católicos practicantes. "Esa atmósfera que se respiraba me marcó profundamente", dice.

"Empecé como un monaguillo, cuando cursaba el cuarto básico. Cada 15 días la gente se confesaba. Yo era de un pueblo donde no había seminario. Entonces tenía que caminar seis kilómetros, ida y vuelta, hasta mi casa. Todos los días".

Aquella constancia lo hizo ser uno de los pocos de su generación en el pueblo en llegar a sacerdote. Y fue bajo esa condición eclesiástica que impulsó su veta doctrinaria con rosario en mano: "Daba las comuniones, recibía a los moribundos, participé en casamientos". Cuando se remite al pasado en Italia, se le viene a la mente lo siguiente: "Mi pueblo era muy religioso. La palabra divorcio nunca la había oído de niño. Ni hablar de otra religión".

La gente en Valparaíso lo identifica como el "padre de los pobres". Aquí todos le profesan cariño, como cuando salimos del Colegio Murialdo para asistir a un comedor que brinda alimento a gente desamparada. Durante el trayecto, las muestras de cariño hacia su figura son elocuentes, emotivas. "Todos lo queremos", concuerdan en masa.

"Saben que yo siempre me acerco a ellos cuando me invitan. Soy material dispuesto: bendecir las casas, eso para mí es muy importante porque me cuentan todos sus problemas, incluso los más profundos. Y yo los ayudo".

Si hay algo que asegura extrañarle, es que otros religiosos en su condición no hagan nada de esto... ir donde las personas más humildes, escucharlos, involucrarse en sus problemas, guiarlos a Dios. Para él, la bendición de la Pascua "era visitar a toda la familia. El párroco daba la bendición y eso era algo importante, que nos acompañaba, era una cosa sagrada. Hoy eso se da muy poco", aduce.

No obstante, y tal vez en lo único que se asemeja al "padre pistolas", Antonio Peron no le hace el quite a las balas. "Leo todo lo que se habla contra el Papa y la iglesia Católica, veo como nos presentan a todos. Esto perjudicó muchísimo la figura del sacerdote".

Ahora, para él, otro detalle muy triste, pasa por los niños que ya no se preparan para la primera comunión como antes. "Fuimos a invitar a los pequeños, y la respuesta en familias fue: no tengo tiempo, no me interesa mucho".

De paso, cree que la mentalidad de algunas personas es simplemente... mala. "El futuro de la parroquia lo veo oscuro. Pero tengo confianza en Dios, en el Papa, y que todo esto cambiará. Por eso intento hacer algo, para ayudar".

Para el final, su confesión: "Yo preferí seguir a los grupos, así que soy del movimiento, de encontrarme con la gente. A pesar de que tengo casi 90 años, trato de seguir junto a ellos, los que sufren, hasta cuando no tenga más fuerzas".