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'Mono' Rivero: el cargador al que no le pesa su pega en El Cardonal

Con la entrada del nuevo milenio, hay oficios que se pierden en el tiempo. Y en Valparaíso hay uno con caducidad en el mercado de abasto. Acompáñenos de la mano de un trabajador de Playa Ancha que carga… mucho de esa historia.
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Guillermo Ávila Nieves - La Estrella de Valparaíso

L as hormigas del género Atta son capaces de acarrear hojas 50 veces más pesadas que ellas. La naturaleza es sabia. A veces injusta. Tal vez por ello el destino le puso una carga, de por vida, a un hombre que suele echarse al hombro el doble y más de su peso.

Sabemos, eso con certeza, que en los recovecos subterráneos del Mercado Cardonal, donde el viento se cuela al quejido de un violín desgastado, este adulto mayor provisto de su activo más importante, la musculatura, se ha movido aquí por más de 60 años como hormiga bajo tierra.

Que entre cajones, bodegas y enseres propios de la Pachamama en el Almendral se bautizó como carguero. Todo al alero de contundentes objetos que balancea, con la maestría propia del mejor de los equilibristas, por obra y gracia de dos poderosos andamios: sus mancillados hombros.

Decidido a ser lo que fue y es, Juan Rivero nos sorprende en su hábitat con la vitalidad propia de un niño. Una dura infancia donde tuvo que cambiar los útiles escolares por la aguja y los sacos. Donde en varias ocasiones durmió, aquí en el abasto, sobre camiones estacionados al arropo de cálidas cáscaras de legumbres en formas (imaginarias) de sábanas.

A pura 'pata pelá'

Allí se diplomó como cargador en la universidad de la vida. Seguro que con honores porque ganarse el respeto de colegas en aquel enjambre de obreros de las frutas, verduras, pescados y carnes arrastra mérito. El popular "Mono" Rivero, para ese entonces, ya había recorrido experiencias como para saber que no se puede vivir de prestado.

Su pasado lo ubica en aquella imborrable generación porteña de tipos curtidos en las testosteronas del más fuerte. De aquellos que se remangaban los pantalones, quitaban zapatos y andaban a pie descalzo sin asco sobre el ardiente pavimento o la combativa tierra; al tacto de la humedad más profunda o el espeso fango. Dos extremidades todoterreno forradas en piel, dedos y cuero natural que no aflojaban ante inclemencia alguna. Que frenaban como el mejor bólido. Y que no conocían enfermedad porque los pies estaban "calentitos". Los "pati pelados", así los llamaban.

Cajones y sacos

Cada nacimiento de Juan "Mono" Rivero es un volar. Un estar en este mundo siendo todos y solo uno. Por cada gota de transpiración que le empaña su vista, ya de por sí nublada de un lado -un dedo ajeno le perforó el ocular hasta el blanqueamiento durante su servicio militar en 1965-, vuelve y eleva mirada. Una y otra vez. Transparente, como un libro abierto que invita a indagar.

"Aquí estoy arreglando cajones que son nortinos, vienen de Pica. La gente los bota. Entonces los pongo buenos y vendo al mejor postor", comenta Juan Rivero al interior de una bodega en el sótano y en la que lleva cinco años laborando a pulso. "No es mía, la mantengo; pago los gastos comunes y el conservador de bienes raíces. Aquí almaceno todos los cajones".

Una vez inmersos abajo, el laberinto del Cardonal se vuelve infinito entre el claroscuro. "Me he pegado buenos porrazos. De la escala para abajo por culpa de una pestaña", añade el embalador con la sapiencia del oficio a flor de piel.

Unos pasos más allá, está su colega. Vocifera con grito a lo Tarzán: "Pero si este monito parece que nació entre los cajones". Benjamín Cerda Rojas, de 63 años, del cerro Polanco es yunta y colega del "Mono" desde hace más de cuatro décadas. Empezó algo más tarde que el socio, a los 18. "Yo arriendo una bodega. Nos llevamos re'bien. Es muy buena persona el 'monito', pero debe tener algo malito por ahí", tira la talla de entrada.

Es jueves. Y pareciera que el mercado fuera a explotar de tanta gente que revolotea en todas sus entrañas: clientes, vendedores, feriantes, locatarios, camioneros. Sin embargo, por la fecha y estación, según Rivero, el asunto marcha a media maquina en ventas a diferencia de la época de bonanza, el verano.

"Sí, este tiempo es malito para el negocio". Como los monitos, se va un tanto por las ramas: "Echo de menos el orden. Las autoridades no hacen lo que deberían. Antes, a las siete de la mañana tocaban las campanas. A cierta hora no debía quedar ningún camión descargando", explica raja'o.

En ese momento el porteño de pura cepa se levanta. ¿Será que los cajones flotan sobre sus dos acorazados de piel? Avanza a tranco firme hacia la superficie del Cardonal, al igual que sus anécdotas e historias. "Yo vivía sólo con mi padre. Dormíamos en una hostelería; él era uno de los mejores choferes mecánicos de Valparaíso, pero el trago lo condenó: perdió todo, hasta esposa".

Rivero cuenta que a los siete años ya se arrancaba de las aulas escolares. Que en el mercado, al que llegó en 1954, supo del dinero rápido (más no fácil): "Me pagaban un peso de cobre, después cinco pesos con los billetes azules y así. Ganaba buena propina. ¡Era plata! No tenía necesidad de volver al colegio", acuña.

"Soy de roble"

Mientras baja uno de esos cajones sin que las gafas se le muevan, lanza un comentario que haría inflar pectorales a Hulk: antes los sacos llegaban a pesar 120 kilos. "¡Y me los echaba a la espada! Primero partí con los de 15, luego 20, 50 y más kilos". Hoy, por Ley, no puede haber más bultos, sacos ni cajas que pesen sobre 50 kilogramos.

Hablamos de un oficio que trae a la mente a los portadores peruanos de Machu Picchu, aquellas mulas humanas que portan pesadas mochilas a turistas sierra adentro. Pero al hablar de carga, una acotación pesa más en Rivero. "Nosotros somos carga para el país ya que no tenemos seguro".

Sus piernas algo arqueadas parecen de acero. No se exagera si se dice que los pliegues de sus manos están tallados al arquetipo espartano. "Descargábamos los sacos de sal que venía apelotonada en unos carros. Al echarse ese fardo al hombro pelaba la piel. Igual los sacos de papas. ¡Pucha eran pesados!".

Al escucharlo, el procesamiento de información da paso al asombro. Y la curiosidad. "Casi nunca me enfermaba. ¡Soy de roble!". "¿Que cómo aguantaba semejante peso? Mire, antes el cargador comía bien".

Ya a las tres de la madrugada el "Mono" estaba en pie. Su primer bocado, un desayuno a lo campeón: té con siete sopaipillas. Horas después, a las ocho de la mañana, el complemento matutino: caldo de cabeza. O cazuela. O arroz. O puré con asado. "Ahora sólo comen un pancito con café de 100 pesos", acota con picardía.

Para el almuerzo, y con gran parte de la carga ya disipada del día, un proteico almuerzo sazonado a las calorías: la "chanfaina" (una parte del vacuno) que ya no existe. "Así era. Así comíamos los placinos".

A mitad de la noche, de joven, Rivero salía de Porvenir Bajo junto a otros dos colegas para trasladarse a pie hasta la pega. Allí descargaba tres camiones diarios. Dos mil cajones, entre tres cargadores. En total, en la época de los "pie pelados" había 200 cargadores en el Cardonal.

Hoy quedan pocos. En su mayoría jóvenes que en vez de usar hombros, espalda y pies, montan bultos en cómodos carritos de supermercados. "Se perdió nuestra mística", suspira con nostalgia el "Mono" con una humildad y buena tela que emociona.

Y agradecido de su oficio: así educó a sus 4 hijos ("todos orgullosos de mí"): dos varones, uno profesor y otro policía; dos mujeres, una en el Congreso y otra dibujante técnico.

Juan Rivero es un patrimonio porteño. Un pedazo vivo del Cardonal. Que trabaja como hormiga y a la vez testigo de un legado que se apaga, aunque feliz reconozca, "me muero en el mercado". Pero de momento, una cosa es cierta: aún hay cajón para rato…