Un día que difícilmente olvidará. Tomás González vivió de todo el sábado en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. El inicio no fue nada de bueno. Todo lo contrario. Rabia, impotencia, frustración y pena. Todo en una sola pasada por la prueba de suelo. El mejor gimnasta chileno de la historia se había preparado hace mucho tiempo con su rutina de 6,8 de exigencia. Todo para cobrarse revancha y conseguir la medalla que por un sólo puesto le fue esquiva en Londres 2012. Cara de felicidad, se sentía ganador. Terminó su rutina de suelo y miró a su entrenador Antonio Espejo. Los dos estaban conformes. Saludó a la cámara oficial, fue felicitado por otros competidores y se quedó de pie esperando su resultado. "Si saco sobre 15,300 no competiré en salto". Ese era su aviso. Se desmoronó todo.
Jueces comprados
Apareció en pantalla el puntaje: 15,066. Fin a la ilusión, aunque aún quedaban tres subdivisiones más. No lo podía creer. La duda se sembró en todos. ¿Competirá en salto? ¿Habrá quedado tan "caliente" como para seguir? Pasaron las horas. Dos en total. Y sí. Sí a todo. Apareció con el número 115 en su espalda y dijo vamos. Se echó magnesia en las manos. Aplaudió y sacó lo mejor de sí. Dos saltos que le dieron 15,149 de promedio. Puntaje que podría alcanzarle para la final. Pero seguía enojado. "Fue un robo. Los jueces son comprados con regalos. Se favoreció a Brasil. Siempre pasa". Esas duras acusaciones revelaron cómo se sentía. Se fue con su familia. Quería despejarse un poco. No pensar en si llegaría el fin de su ciclo olímpico. Y arrancó la última subdivisión. Bien avanzada la tarde. Rusos, ucranianos, rumanos eran las amenazas de desplazarlo. Pasó del 3 al 4, del 4 al 5, del 5 al 6, del 6 al 7 y del 7 al 8. No podía bajar más. Y así fue. Fue el último clasificado a la final de salto. Finalmente este lunes 15 buscará dejar atrás todo lo malo del sábado y por fin colgarse una medalla olímpica.