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Al calor de los últimos artesanos del ladrillo en Valparaíso

Sobre el lodazal más condensado, se fermenta un afanoso oficio que se niega a secar ante la manufactura industrial. Conozca la fabricación de ladrillos, y sus hacedores porteños, bajo el inclemente sol en las alturas de Playa Ancha.
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Guillermo Ávila Nieves - La Estrella de Valparaíso

La 'Fábrica de ladrillos artesanales' -así se llama- ubicada en Playa Ancha, subiendo por el Camino La Pólvora, a un costado de la población Joaquín Edwards Bello, es un microcosmos gobernado por el barro más envolvente.

Ocupa cerca de 500 metros extendidos en una planicie de cerro que pertenece a la zona portuaria -y que le arriendan estos artesanos emprendedores a su manera- lugar al que, por ejemplo, hace unos días, estuvo cercado por el incendio 30-30-30 que azotó al sector alto de Valpo.

Allí, donde extraen tierra, cada mañana, de septiembre a marzo -los meses más secos- el ritual comienza a modo de un cronógrafo en una demoledora jornada, de sol a sol. La primera señal es un movimiento pendular del ciclo diario, donde la musculatura y precisión al labrado milenario del ladrillo (hoy en su forma de prisma rectangular) que inyectan estos hombres curtidos a pulso, son sus activos más importantes.

Pero la gracia aquí está en la aplicación de su rudimentaria pero eficaz técnica. Que atrapa en el proceso. Algo que remite al origen del ladrillo hace 10 mil años cuando los agricultores del período neolítico precerámico los utilizaban para levantar sus incipientes construcciones.

En la cantera

Guido Le-Serf Binost es ladrillero de oficio y literalmente amasa en sus manos una tradición de décadas en esta área. De descendencia franco-croata, vive en la subida Montedónico. Trabaja en esto desde los ocho años, por intermedio de amistades.

Se mueve de un lado a otro como león enjaulado. Y no es que esté molesto porque su overol azul destile ocre al lodo más espeso; debe ser milimétrico en el armado conciso del adobe. Él lidera a un equipo compuesto por seis personas, que a su vez son el sustento para seis familias. Todas porteñas.

A primera vista, el hombre a cargo de las faenas en esta fábrica parece más bien un director musical. De hecho, se le ve dirigir a su ensayada orquesta como un afinado maestro en los más crudos acordes del incesante golpeo de las herramientas (camión de carga, pala, rastrillo, caballo, carretilla y una rampa entablada) sobre el tosco terreno.

De frente, como su postura ante a la vida, don Guido, a sus 56 años, no muerde las palabras antes que salgan de su boca. Todo lo contrario, las expulsa en su pintoresca sinceridad: "Mi padre nunca pensó que yo iba a trabajar en esto. Eso a pesar que antes esta era zona ladrillera. Pero una vez que se hizo el puerto seco, cada cual partió a laborar en forma independiente", aclara.

Acá también fabrican de manera artesanal adobe para reparaciones de tipo cultural como iglesias y monumentos patrimoniales, agrega Guido Le-Serf. Por ejemplo, refaccionaron la Iglesia San Francisco en Valparaíso. También los Palacios Rioja y Vergara, en Viña del Mar.

Un poco más allá, está el "Pollo", el principal cómplice de don Guido. Podría parecer que se ubicaron en este campo enchapado al marrón, pero su historial a la arcilla no tiene que ver sólo con aquella obsesión por el trabajo duro, sino por una hermandad que los ata a un oficio del artesano en su estado primitivo que parece cada vez más extinto en pleno siglo XXI.

Marco Alfaro, el "Pollo", es de Puertas Negras. Tiene 50 años, cuatro hijos y sigue ligado a los "viejos Panzer", con la evidencia a flor de piel: ostenta un tatuaje del Wanderers en su bíceps izquierdo. Inclinado a ras de suelo, ahora se encuentra recogiendo ladrillos llovidos -"del último goteo de diciembre"- que ya no sirven para la venta. Su idea es dejarlos listos para que sean "camisa" (se ponen en la pared de un horno y llenan de barro para que así mantengan el calor).

Desde los 12 años labora en este rudo arte. Aquí lleva dos años, y sólo faena en verano. "En invierno no se puede por la lluvia". Dice ser "cortador". Para ello, rebana el ladrillo con un molde en el suelo para luego rasparlo por los cuatro lados. Una vez secos (puede ser en dos días… si están a pleno sol) los tira directo para el horno.

De vender ladrillos húmedos, ni hablar. "Acá no transamos productos mulas", lanza. Hoy el "Pollo" las hace de hornero, "el otro no llegó". Utiliza guantes de cuero que antes no usaba; eso para evitar quedar lleno de callos como sucede a "mano pelá. Vamos entrando en edad", acota pensativo.

Obreros del rigor

Las tallas al "Pollo" le brotan a cada instante. Pero se pone serio cuando habla del negocio. "Igual se mueve. Vendemos para varios lados. No tanto como antes cuando esto era puerto seco". De eso, acota, hace más de una década. Cuando hacían hasta 90 mil ladrillos diarios…

En sus comienzos, cuenta Alfaro, obtenía 300 pesos, semanal. Hoy gana "gamba veinte", de lunes a viernes. En la actualidad, por día, en esta fábrica tiran más de seis mil ladrillos para su comercialización. "Antes era bueno, bueno. Había gente de todo el país trabajando aquí. Ahora quedamos los más atorrantes dándole nomás; ya fallecieron todos los patrones", rememora.

En un paneo visual, un hecho resulta insoslayable: acá no trabaja cualquiera. Los riesgos están latentes: que alguien se queme por el horno (debe estar encendido por 48 horas a mil grados) o que un pesado ladrillo aplaste el pie de alguien, son amenazas que espantan a nuevas generaciones.

Y claro, hay que tener aguante, como para soportar estar agachados por horas a pleno "care' gallo" y afrontar las heridas que flagelan a manos, rodillas, pies, cuerpo entero. "Vienen los cabros y no duran ni un día. Los jóvenes quieren todo fácil", reflexiona Marco Alfaro, quien además se desempeña como carpintero en la construcción, aunque también pega cerámicos en los meses de humedad.

Pese a todo, vemos a dos jóvenes. Son hermanos y el mayor viene de exhalar un alegre humo en su breve descanso. Hay que saber sobrellevar el día. Se llama Miguelo Leal, luce un peinado y corte de pelo que envidiarían algunos cracks del verde. A sus 23 años, 10 los ha dedicado al trabajo sobre la explanada. Hoy es hornero. "Es dura la pega pero hay que alimentar a mi hija".

Junto a él, esta su hermano menor, Silvio, de 19. Ostenta postura canchera.

Más atrás, el padre de ambos, Silvio Leal, de Cauquenes -pero porteño desde hace 30 años- conoce al dedillo las funciones. "Acá nos manejamos. Nos conocemos hace rato".

Pero también acechan otros peligros, para los ladrillos: la lluvia y revoltosas jaurías. "Los perros dejan la mansa… una vez perdimos más de 500 ladrillos, esos cachupines se subieron arriba y los hicieron pebre a puros saltos. Lo mismo pasa con los aguaceros y el agua", rememora el "Pollo" Alfaro.

Si los ladrillos no sirven para camisa, dicen acá, se pueden reciclar: hacen un pozo, los tiran adentro, mojan y ponen barro para luego cortarlos. La idea es no perder insumos. Saber maximizar los recursos.

Ladrillos fiscales

Así le llaman a estos ladrillos de corte artesanal, a diferencia del denominado "princesa" que son los industriales, esos con "hoyitos" en sus capas, que se cuecen a gas y están confeccionados con maquinaria de avanzada.

Se dijo: aquí hacen de cinco a seis mil ladrillos diarios. Luego pasan a un horno artesano, cuya dimensión va de cinco metros de ancho por siete de largo. Su armado, del horno, es de tipo piramidal (15 andanas, que es la altura).

Una vez alojados los ladrillos en su interior, tras ingresarlos a través de alguna de las seis bocas (especie de túneles) localizadas en la parte posterior de la pirámide, se procede a introducir leña por esas mismas bocas -ahora de fuego- donde escurre el viento hasta hervirlos a 1000 grados cº, durante 48 horas. Todo almacenado bajo una camisa de adobe en forma de techo y pared que alberga los ladrillos al calor en su proceso final. Una semana tarda en enfriarse aquella pirámide.

El producto debe quedar perfecto. Y, ¿cuál es la textura del ladrillo? Los expertos aquí sondean que duro, como un metal. No puede estar trizado, su sonido debe escucharse como una campanita y el color pasar de café oscuro al listo naranja coloradito.

"Antes hacíamos hasta 90 mil ladrillos, a carbón, de 17 bocas. Yo me hacía 25 mil, solito… en dos canchas", menciona poniendo pecho de paloma a la honra el "Pollo".

En el lodazal, un sujeto fornido masculla el quehacer junto a su fiel escudero: la carretilla, misma sobre la cual puede alojar hasta 200 kilos de peso en ladrillos. Va y vuelve, como un yoyo a la rutina. Urso Olavarría, a sus 48 años de edad, lleva tres décadas en este laburo. Viene por temporada. Siempre se desempeñó como barrero. "Soy el que le tira el barro al cortador", explica, mientras acarrea material.

"Saben una cosa muchachos, nunca nadie nos tomó en cuenta", se acerca modesto el "Pollo", eso tras compartir jornada con estos artesanos del ladrillo... tal vez los últimos que van quedando.