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Ser extranjero en el Centro Penitenciario de Valparaíso

En un recorrido por la dependencia carcelaria porteña, La Estrella tuvo acceso al crudo relato de tres forasteros que purgan condenas relacionadas con el narcotráfico. Sea libre de palpar sus historias y vivencias tras los barrotes.
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Guillermo Ávila Nieves - La Estrella de Valparaíso

"(…) No, es la serie continua de pequeñas tragedias lo que lleva a un hombre al manicomio (del encierro)…". Charles Bukowski.

Camino a tranco firme junto a nuestro gráfico Marcelo por el centro penitenciario pese a no saber muy bien qué hacer y a dónde dirigirme. El entorno no parece peligroso, pero lo es… y mucho. Que te perciban seguro lo es todo.

Hace frío. La niebla matinal se cuela y permanece anclada a mis huesos. Los enfermos de reuma en este lugar seguro deben vivir pesadillas. Y no estamos en invierno…

La muralla de esta "peni" está lejos de la longitud de una inexpugnable Alcatraz, pero lo bueno es que puedes recorrer su superficie y según tu estado de forma, regresar al punto de partida.

Por suerte, ahora Sergio Calvo, colega en gendarmería, las hace de guía en este recorrido. De lo contrario, tipos como uno, con grabadora y cámara en mano, sapos ante sus ojos -"ustedes nos tiraron mala en la 'condi' del año pasado", recuerdan reos a La Estrella-, servirían de "mocitos" al servicio.

A lo lejos, un interno parece liarse un pito mientras avanzamos. Es verano, pero la gélida vaguada irrita nuestra vista. Entre la niebla, irrumpe como fantasma un tipo fornido. Porta buzo y polera sin mangas que esculpen bíceps, una estética profesional. De hecho, fue bailarín televisivo, hasta que un "error" privó a la farándula tevita de un crack, alegan a coro entre sombras.

Es "Chuchuco". ¿Su pecado? Haber empujado en una riña a un sujeto contra el pavimento. El coma y posterior robo de un celular a una ex mientras "arrancaba a sus garras", marcó su larga sentencia.

Seguimos. Todo acá destila una especie de pesticida invisible e incoloro a encierro que inhalamos sin ser conscientes. Así llegamos a lo nuestro. A lo que en realidad vinimos.

En Chile, de acuerdo a cifras del segundo boletín estadístico de la Mesa Interinstitucional de Acceso a la Justicia de Migrantes y Extranjeros, 5415 inmigrantes pasaron por el sistema judicial nacional (mientras su población era de 477 mil personas), lo que equivale al 1,1% del total. En simple, y pese a cierta percepción ciudadana: solo 1 de cada 100 extranjeros en nuestro país ha sido detenido por haber cometido un delito.

"Bolita" en marcha

Lo observo. Su tez canela algo pálida contrasta con sus dientes que se ven más amarillos, más enfermos. Es David González Justiniano, nacido en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, hace 66 años. Está triste.

-Los primeros días son duros para entenderse. Para hablar a los internos. Yo no les entendía nada. Una sola vez tuve un problema, pero nunca más, -dice este sujeto de baja estatura pero alta moral, mientras tarda solo tres minutos en confeccionar una ventana de aluminio al interior del taller. Para esto requiere de dos vidrios y su manualidad a los implementos con silicona, martillo y alicate. Hace 60 lucas al mes.

A hoy, González tiene cinco hijos y su mujer, Rosa. Pero en estos cuatro años y casi tres meses que lleva aquí tras los barrotes bajo el delito de narcotráfico, se ha perdido de conocer a dos sobrinas, un hermano, una hermana y una tía más.

Cuenta ahora desde la privacidad de una coqueta mini-librería surtida a las revistas y textos de autoayuda, que de pequeño -junto a sus 12 hermanos- vivía en el campo, que trabaja con su padre en la agricultura. Que cuando sobraba arroz durante la cosecha, el saldo servía para adquirir vestuario.

De grande, se desempeñaba al rubro de los plásticos. La plata no alcanzaba. Estaba pato. Ya con familia propia, mientras en el campo labraba al sudor de parcelas, "llegó la tentación del diablo", como llama a ese 4 de diciembre de 2012.

Una persona le dijo que tenía un trabajito bien remunerado en Chile. "Solo tienes que llevar estas bolsitas y te embolsas 1000 dólares", le contaron. Ya como mula, cargó en su guata 1450 gramos de pasta. Pasó controles en el aeropuerto de Santiago. En Viña del Mar, tomó un líquido especial para defecar las bolsas, pero nada.

Estitiquez y fuertes malestares. Su barriga ardía. Pensó que el diablo corneaba y esta historia se acababa. Sin más, el 8 de diciembre de ese 2012, se entregó. Caminó como pudo a la portería del hospital Gustavo Fricke. Allí purgó todo: 89 bolsitas… pero faltaban más. "Creo que allí mismo se llevaron el resto", alega en voz más baja el hombre ya canoso.

A la "cana" llegó el 11 de diciembre de 2012, directo, por 17 meses, al módulo 101 de intervención laboral que recibe a internos de buen comportamiento que forman parte del Centro de Educación y Trabajo (CET). Desde hace unos meses está en el "C cerrado". En su reconversión, realiza morrales y trabajitos para una empresa externa. "Solo me visitaron mi hijo William y Rossana, mi sobrina. Pero no volvieron más", acusa.

El 8 de diciembre de 2019 cumple fallo. "El otro día pregunté. Me dijeron que me toca salir en junio y si me dan más, me van cortando la condena".

Asegura que no supo más de sus contactos con la droga. Que la relación con otros extranjeros acá ha sido poca (salvo tres bolis que expulsaron). Que no se ha topado con instituciones de derechos humanos o de corte internacional. Y que ha pensado quedarse en Chile trabajando en una constructora.

"Para salir me conviene la condi, que viene en abril. No hay que postular. Si no me eligen, pediré la expulsión. Pero ya me pasó que cuando tenía tres años y medio y la solicité, me fue denegada… no tenía el tiempo suficiente".

El "precioso" Paragüa

Pudo haber sido un Nelson Haedo Valdez, aquel aguerrido atacante de la selección paraguaya; pero hoy está aquí, rodeado de su manada, como identifica al pelotón que muestra incondicionalidad para hacerse sentir en esta bruma carcelaria... justo en momentos en que se corta la luz. Destilar miedo puede abrir apetito. Y zarpazos.

Armo una estrategia para abordarlo. Inmediatamente saluda a nuestro contacto. Pone condiciones: "No quiero nada de fotografías". Al paragüa le doy mi palabra, y dice en código: "Ya tú hablaste".

-Me hubiese gustado ser futbolista. Tenía condiciones. Estuve en la escuela de fútbol Varendya que formamos en el barrio, -acota canchero, y ya con el suministro eléctrico de vuelta, José Luis Mora Cáceres, de 29 años. En una reducida sala, recuerda cual galán que aquel proyecto de vida que lo iba a ligar en nupcias con una bella paraguaya quedó truncado por las rejas.

Sin embargo, el mayor de siete hermanos, no dio el ejemplo. Pese a una buena infancia, donde narra que sus padres le dieron todo, una vez arriba de los camiones (herencia del oficio paterno) abrazó la libertad. Tanto como para recorrer buena parte del continente llevando carga. Y en una de esas, también de la otra. Y con ello, un golpe internacional; frustrado golpe que se le devolvió. En cuerpo y alma.

En su caso, la curiosidad mató al gato. "Vine a Chile, hice este condoro y quedé acá", relata con un acento más bien propio del camarín de "La Roja" que la albirroja guaraní. "Fue un operativo estupendo", rememora choro a la justa del 20 de enero de 2015.

La cuestión era que de acá lo estaban esperando desde Paraguay. Tenía todo dentro del camión, incluso químicos para tapar el olor. Eran 600 kilos de hierba. Más de media tonelada que no fue detectada por los perros fronterizos en Los Andes. "Yo no tenía antecedentes en ningún lado. Sabía a lo que venía. Psicológicamente estaba preparado", cuenta audaz.

En dicho operativo cayeron de varias nacionalidades. José Luis asegura que del cabecilla argentino, nada. Y que él llegó brígido acá, precioso. Su entrada al recinto fue espectacular, como iba a ser su golpe: "¡Hasta se pelearon por mí, imagínate! Caí en el 11, recorrí solo el módulo. El respeto fue tanto que no tuve problemas en las noches...". A lo que se refiere es al temido jabón.

Su arte son las relaciones públicas. Se declara piola y que nunca tuvo altercado con gendarmes, salvo algún lumazo y una que otra escaramuza. "Al paragüa se le respeta".

Ahora está en el 101, el módulo de la buena conducta. Para entretenerse arma sillas de playa. No pichanguea por el arrastre de una fractura en su Asunción natal. "Como Olimpia, mi pasión, tranco hasta con la cabeza". Dice que este "rol" le sirvió para reflexionar. Ser aporte.

Mora postula a la pena mixta: "El abogado me dijo que para este mes tendríamos audiencia, una videoconferencia". Y acota: "Si no aceptan, estaría de aquí para tres o cinco meses más... para que me den la expulsión, por la mitad del tiempo. Y por la buena conducta", remata.

¡Qué viva Colombia!

Avanzamos lentamente. El ambiente es tenso y a ratos sofoca. No digo nada y sigo con los ojos puestos en los chiquillos que se acercan. Algunos están con el torso semi desnudo a los tatuajes. El módulo 118 que vamos ahora es de alta connotación.

No le veo la cara. De pronto, a primeras, su aspecto impacta. Parece el hermano perdido del boxeador Mike Tyson. Acepta la entrevista. Pero así como el "púgil más malo del planeta" adoraba las palomas, este colombiano llamado Edgar García Lozano, de 33 años, susurra amable en modo dócil.

Se acerca. Me da la mano. Insinúa si lo que hago le traerá algún beneficio. Y lanza en crudo: en Colombia lo encañonaron y secuestraron. "Los paramilitares me hicieron un atentado de muerte. Fue un 26 de septiembre de 2010".

Decidido a dejar atrás la violencia de su país, Edgar García evoca: "Por Argentina llegué a Los Andes para ser temporero. Incluso apliqué al refugio político y acá tuve una hija". Eso hasta que la tentación monetaria pudo más. Un che lo contactó con lo típico, "no pasará nada". Ese "trabajito" era con marihuana. Tras un par de años en el laburo ilegal, unos pinchazos al fono dieron con él. De allí en 2013 a la peni y 13 años de dictamen. Primero en Los Andes, luego San Felipe y ahora en Valparaíso.

Le insisto en su pasado. Elude preguntas incómodas. "Me han dado comodidades. No he sentido xenofobia, quizás lo normal. Pero cuando caes preso, pierdes la oportunidad de estar con tu familia: eso es lo peor", se limita a decir mientras se aleja moviendo la cabeza.

Caminamos por la parte posterior. Vamos de vuelta a la entrada. Nos cruzamos con las visitas que aquí se dan todos los días. Avanzan adultos mayores con mercancías. Mujeres embarazadas. Ya no hay manteles bajo las mesas para tener sexo. Ahora existen "cuartos privados", nos corrige un gendarme. Hay hedor, pero nadie parece percatarse. Por segundos, me sigue una enorme mosca.

Ya más alejados, el fotógrafo toma imágenes. Estamos dentro de un gueto. Cierto, un mundo de sinsabores, de códigos, pero también de sufrimiento, y mucha redención.