Viaje en mármol: el escultor porteño que vino del pasado
En "el taller griego más austral del mundo", las obras parecen tener vida propia. Déjese llevar por el cincel "maestro" de Francisco Torres -y su discípulo-, artífice de esculturas como la estatua a Larraguibel y el escudo patrio del Congreso.
Guillermo Ávila Nieves. - La Estrella de Valparaíso
Al empujar la puerta de madera del antiguo caserón porteño de barrio, se abre un pasillo que transporta a una dimensión desconocida.
En esta fachada rectangular de tres pisos que desde afuera en las cercanías al Congreso pasa desapercibida, y que aquí llaman "el milagro de los 100 m2", uno se encuentra de golpe como en una cápsula del tiempo… en un mundo perdido. Al pasado.
Por un segundo, pareciera -a lo lejos- que estamos en el taller renacentista de un Leonardo Da Vinci, la Capilla Sixtina o el Partenón de la Grecia clásica, espacio cargado a la oda humana -y divina- tallada a pulso en esculturas, como la mole desnuda de bronce que cuelga sobre andamios y que da la bienvenida a este tesoro bañado a la luminosidad.
Acá florecen obras al yeso, plásticas, inspiradas en este mundo antiguo, "del cual cada vez nos distanciamos más y que fue tan grandioso", se escucha al eco más arriba. Bronce, estuco, y por supuesto mármol, son los elementos estrellas que encandilan a esta catedral del artesano.
Tras dejar atrás una serie de peldaños empinados, asoma el estudio, en un pequeño rincón del tercer piso, cuya oficina hecha a mano por nuestro anfitrión -desde donde provino aquel eco- la denomina "el cuarto de la meditación trascendental". Luz sobre el testimonio que refleja su vida, una donde se deja llevar por el saber hacer de las obras.
Allí hay una mesita de café vetusta, un sofá coqueto, libros históricos y aquel cráneo en forma de calavera que a corta distancia no para de martillar a la psiquis lo efímero que es nuestro transitar.
El Museo viviente
Francisco Torres Rojas, el "maestro", está en las puertas de las seis décadas de vida, pero con el polerón de capucha, actitud Redolés (el músico, que lo parece) y esa barbita rala a la pera que le confieren aire lolo.
Fuera de eso, tiene la apariencia de lo que certifica ser un artista en estado puro: a los 15 años partió pintando, a los 17 terminó el colegio en el liceo Guillermo Rivera y de allí a la escuela de Bellas Artes, en Viña. "Al segundo año recibí mi primer encargo: esculpí una estatua. Los mismos profes me dieron diploma por adelantado...". Curioso al dogma, luego se tituló de Teólogo, en la PUC de Valpo. "Me ayudó a ponerme en contacto con los grandes pensadores, el humanismo, la historia; también soy creyente", revela a la fe.
Los estudios de anatomía los hizo en la morgue del Hospital de Viña. De allí se puso con su primer taller en el patio de su casa, en la Ciudad Jardín. Dice llevar una existencia apacible junto a su esposa Verónica y los tres hijos con que vive en cerro Castillo, el refugio del artista -y monje-. "Rompo con el mito de los artistas bohemios y bares. ¿Mi vida? De la casa al taller, del taller a la casa. Soy un gallo espartano", comenta ya sentado en confianza, lo que no es fácil para una personalidad más bien reservada. Sencilla, como aclara. Quizás por eso mismo el menor de sus críos, Sergio, encuentre extraño lo que él hace.
Es un hombre austero, pero que se decanta por algunos lujos, ya sea un jarrón de mármol o una exclusiva pieza de colección. Entonces su voz más aguda, adopta un matiz barítono cuando invoca su pasión: la cultura. "Pude conocer Europa". Y allá, trazos y tallados de Diego Velázquez, Donatello y su referente, Miguel Ángel. Su trío favorito.
Precisamente, al escucharlo, no se puede imaginar a un Francisco carente de inspiración. Sería como un Miguel Ángel cojo en creatividad o Picasso sin colores. Lo suyo pasa por derrochar toda su energía en labrar arte en estado crudo. En aplicar una sensibilidad exquisita a sus múltiples moldes.
Al oficio, irradia la estética de su mentor, uno que vivió hace más de dos mil años. Como si fuera Fidias, el ateniense, el hombre de confianza del caudillo Pericles, y el maestro de la Acrópolis griega, Francisco se aboca -día a día- a cincelar sus efigies esculpidas en mármol o colocadas en bronce, absorto en la Edad de Oro de la Estatuaria.
Todo aquí huele a clásico. Y tiene valor de manifiesto. Ya sea el relieve propio de episodios mitológicos, la sensualidad femenina reprimida revelada en el siglo IV por Praxíteles o esos encargos modernos para la Quinta Vergara como el del "Gato" Alquinta tras su fallecimiento (con Los Jaivas aquí dentro) dan cuenta de su versatilidad.
Antes, entre cuatro postulantes, él fue el elegido. Espaldarazo que corrió en 1989 cuando se le encargó el escudo del Congreso de 12 metros en perímetro, trabajado en mármol, con bloques traídos de Italia. "Fue un acontecimiento, era joven y lo hice en sólo cuatro meses".
No es una obra fácil la suya. Edifica como se conciben los poemas. Ejemplo de ello es un homenaje hecho estatua fundida en bronce. Una que le tomó siete años a Alberto Larraguibel y su caballo Huaso (récord mundial salto alto con 2,47m) ser recreados en la costanera viñamarina. Eso gracias a un concurso internacional que Francisco ganó. Una pieza que pesa cinco toneladas y mide 6,46 metros, con costo de 200 palos. "Me gané el proyecto porque el caballo está suspendido con sus 4 patas en el aire. Se ve desde todos los ángulos".
Ya más en presente -para el Mundial de fútbol Juvenil en Chile-, le tocó restaurar las dos estatuas "de los atletas" en el estadio Elías Figueroa. "Fue un milagro porque estaban en muy mal estado", acuña. Allí tuvo que poner ingenio, hacerlas por partes enteras. Aplicar técnicas como con estuco y él mismo modelarlas. Siete meses le tomó la pesada pega.
Para todo ello, echa mano a su formación amplia, sólida, donde la técnica y humanismo se abrazan. "Aquí te reencuentras con un universo perdido. Es difícil hallarlo en otra parte. Es la perspectiva de un hombre que está a miles de kilómetros y siglos de mi influencia: la Grecia clásica", suspira el artista.
Ya en la distribución de su taller, el primer piso tiene una parte de piedra y otra de madera. Sobresalen obras de gran formato, ya sea en bronce o mármol. En el segundo nivel intermedio, deslumbran los dibujos y no tanto un baño. En la tercera planta, los modelos más pequeños; y el cuarto es donde el "maestro", ya sabemos, medita al sosiego junto a su calavera.
Las herramientas tradicionales del tipo Medioevo son su otra extensión. Los trépanos, unos taladros especiales son utilizados para esculpir. También vasos de madera, sierras, mazos compases. "Yo le doy mucho valor a los objetos". Así como el escritor Miguel de Unamuno decía que el hombre se salva no solamente de abstracto, sino con su entorno, Francisco se apoya en sus implementos. Y una joya de vanguardia: el cincel neumático. "Acá todo se trabaja a mano", recalca al ego.
La última cena
Francisco pone cruzada a dos míticas estatuas, de tres metros cada una: Zeus y Atenea. Hace pausa, y con ella, un aro para la inspiración: "La idea es hacer algún día un museo. Para no perder estas obras".
A su lado, el pupilo, también de nombre Francisco (es de Las Heras). Se apellida Contreras, y afirma ser un poco así, pero sostiene seguir los lineamientos del maestro. Llegó acá porque lo echaron de la escuela de Bellas Artes... por peleador: "Le dije a una profesora en la cara que su clase valía hongo". Por esas vueltas, cuenta que llegó a una cabina telefónica en cerro Castillo, en 2009. Llevaba pinturas. Así supo del maestro.
"Me gusta esto. Aún no tengo una impronta, pero quiero aprender técnicas". Y en eso nadie como quien tiene al frente, al menos eso cree Contreras.
Ruge el león. Hay hambre, de bocado. Es tiempo de compartir un pan con palta. "Cuando yo tenga un sello, va a ser como de protesta", exclama Francisco Contreras, mientras su tutor le encara el hecho de ostentar el cuento del galán artista, en buena.
Como acá se practica la democracia, cada cual forja su propio camino. Es una especie de ley. La del maestro, confiesa, ha sido en base al hijo del rigor. "Lo interesante es que todo esto que tú ves es producto de mi propio esfuerzo. Nunca he recibido becas, ni Fondart, nada. ¡Vivo para la escultura!".
Se observan objetos simples de colección, teteras, un rallador de mano e incluso la placa del Valparaíso Roland Bar. "Lo que pasa es que el primer taller que tuve quedaba al lado de un anticuario", refrenda el también teólogo.
De Chile, Francisco Torres admira a sus colegas Virginio Arias, Nicanor Plaza y la gran Rebeca Matte. Pero Francisco Torres es único. Como su web a pedido: www.escultorfranciscotorres.cl
El maestro clama reposo. Ahora parte a su otro aposento, el familiar. Exhausto pero satisfecho de su día, reflexiona: "En mi próxima vida, quiero ser diputado, senador o ministro. ¡Para vivir bien!".