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En "la casa de las muñecas", el pacto del tarotista y su hija

A pasos de la Plaza Echaurren, desde el balcón de una antigua vivienda porteña, cuelgan peluches que siembran la curiosidad -y miedo- en transeúntes. Su residente nos revela una historia embalsamada al amor… y el misterio.
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Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso

En esta casa no se manifestará neblina alguna. Tampoco hará frío, ni crujirán las puertas. Menos saltará un mono malvado (con navaja) de juguete. Incluso los perros querrán entrar... sin aullidos. O sea, podría ser el hogar de su vecino. O el suyo.

Entonces, ¿por qué esta vivienda mediática -que incluso ha marcado pauta televisiva- genera miedo a desprevenidos transeúntes y turistas perplejos de boca abierta?

Simple: por las muñecas que asoman desde la ventana. Y que no son pocas: 400 en total -también incluye peluches- que cuelgan como tenebrosos tesoros enmarcados por una penitencia. Una que fija un pacto entre padre a hija. Por la eternidad.

A propósito, el padre del sicoanálisis, Sigmund Freud, describió la ansiedad como un miedo sin objeto; es decir, muchas veces no podemos señalar su origen o el objeto concreto que la provocó.

Pero vamos por parte. La historia se sitúa en una morada en las inmediaciones de la concurrida Plaza Echaurren, justo en la esquina entre calle Cajilla con Severín, en Valparaíso. El trasfondo posee una fuerte carga emotiva.

En realidad, esto pudo haberle pasado a cualquiera. Como si un soterrado hilo cosiera a dos familiares por la misma puntada, el hombre está convencido que pronto van a encontrarse. "Solo estoy esperando que me lleve la carroza", dirá más adelante.

Ya han pasado cuatro años desde el último abrazo. Ese con su hija Josefina Del Carmen.

También sabremos que corría junio del 2013. Que en esa fecha Luis está de santo. También de cumpleaños. Que era domingo. Que iban por unas parrilladas. Y que en la mañana, su hija le susurró cariñosa: "Guatón (porque no le decía papá), salgamos". En eso, un poco de frío, más escalofríos y el mareo en Josefina. "Que un hijo muera en tus brazos no se lo doy a nadie".

¿Peinando la muñeca?

Tras ver por un "ojo", a modo de cámara, como denomina a un forado que da panorámica a la calle, nos atiende. Son las 12:30. Lunes 10 de abril.

Arriba, desde un pequeño balcón, un chucky ataviado en buzo azul a escala niño se mimetiza junto a las palomas que revolotean rumbo al techo. También una muñeca que a los más jóvenes podría remitir a la Anabelle, esa del Conjuro cinéfilo. También hay osos y pepones: Josefina anhelaba un hijo.

Luis Arredondo tiene 71 años de edad y viene casi arrastrándose. Un cúmulo de enfermedades lo tienen a mal: diabetes y asma. También reumatismo que le limita desplazarse. Sin embargo, eso no es impedimento para que cuente que tiene una joya: su polola de 21 años. "De joven tenía mi presencia", se justifica a lo galán.

Pero hoy no tiene ganas de hablar. "Muchachos, en serio... no me siento bien", dice en tono amable. Asevera que su nieta lo reta porque no quiere que dé más entrevistas. "Ella tiene su carácter", replica.

Luego nos observa, se sonríe y agrega: "¡Ya sé porque ustedes están acá!". Al rato, un rasgo físico de nuestro gráfico le es conocido, quien lo ayuda al recuerdo. Luis ya lo sabe: el padre del fotógrafo y nuestro eventual entrevistado -que es tarotista al oficio desde los siete años- fueron amigos.

Junto a nosotros, ahora nos acompañan dos señoras en la entrada. Son familiares que llegan a visitarlo. "Él es tranquilo, un buen hombre con un pesado recuerdo", concuerdan. El dueño de casa, al segundo, añade que sí le gustaría conversar. Pero... "mejor mañana, chicos". Se despide en cámara lenta.

Un extraño caso

Martes 11 de abril. Han pasado 24 horas del último encuentro. Ya estamos estampados a su puerta. Por las escaleras, un corredizo guía al mundo de Alicia en el País de las Maravillas: cuelgan muñequillas, muñecos de diversos portes y una jaula (con una catita y dos ninfas) en esta galería extraña que representan los recovecos del inmueble de tres pisos.

Un poco más allá, está el living que está decorado por un refrigerador, tres sillas (donde duerme una de sus mascotas, "negrito"... el otro gato se llama Pola y el cachorro Toby que merodea) y adornos aún navideños.

El cuarto que ocupó su niña, como aún llama a Josefina Del Carmen, está con candado. Dentro, hay una colección de muñecas que su hija fue recolectando desde pequeña y que Luis lava casi a diario. "Ella le gustaba juntar muñecas. Por esas cosas de joven de uno, quedó viviendo con su mamá en el campo de niña. A los seis años me la traje. Nunca más nos separamos".

La habitación, cuya puerta alberga Salmos e imágenes de Jesús, da directo a las calles. Allá donde los transeúntes voltean una y otra vez sus miradas hacia este punto focal. Precisamente, desde esa ventana, un sinnúmero de peluches vigilan silentes el paso de la gente.

La memoria de Luis puede ser tan luminosa como un abismo en una noche de niebla. Pero él asevera que no es un brujo como algunos podrían susurrar. Ni un personaje de cuentos de terror propios de Stephen King o Edgar Allan Poe. Eso pese a tener diez anillos que relucen al metal en cada uno de sus arrugados dedos, al igual que un collar y extrañas pulseras. "Pero no es por mariconeo", aclara en talla. Los usa por un asunto de mística y caché, añade.

Cierto, a propósito de Semana Santa, todos lanzamos piedras contra algo. Cuando minutos antes se le pregunta a una mujer de la primera planta cómo define a Luis, responde con... "un ser misterioso".

Un buen hombre

Pero no todos lo creen así. Vilma Castro, cuidadora de autos en la escuela Gran Bretaña, ubicada justo al frente, lo defiende a capa y espada. "Don Luis es muy buena persona. Conocí a toda su familia. También a su hija que era súper alegre y simpática", sentencia al apoyo.

Ya sentados con Luis Arredondo, lo suyo es ser un tarotista de cepa, uno que no pierde destreza a la rapidez de manos. Por un instante, se recrea.

Hace cuatro años Luis pesaba 140 kilos, que para un hombre de poco más de metro setenta, es mucho. Pero la pena lo hizo bajar de peso: hoy luce talla L . Sólo le queda "una guatita". Y aquel cuello ancho que lo delata.

El tarotista, asegura que no hay ningún colega que haga esto: reunir la numeración y el tarot juntos. También presume que tuvo sus momentos de acción. De bohemia. Y poder al bolsillo. Efímeros.

Narra que tenía negocios en la calle Condell, también una residencial y hoteles "medios acelerados", como prefiere llamarlos. Su mujer le manejaba el billete. Pero falleció hace 15 años. "Mejor no la nombremos", afirma.

Oriundo de Chincolco, Petorca, al interior de un campo, llegó a Valparaíso a los 15 años sin conocer a nadie. Su primer negocio fue una residencial donde hacía los mandados. Se juramentó algo: nunca más pasar hambre y frío.

Su vida fue triste de pequeño, describe con la mirada humedecida. Como en parte su suerte (sufrió un incendio hace una década donde lo perdió todo). Una que ahora, por cinco mil pesos, saca (la suerte) a sus clientes que en un día pueden llegar hasta 28.

Echa de menos a su hija, la Josefina -tiene otros seis que no ve- que lo mimaba, le atendía y cocinaba. Una chica que fue cuadro de honor en los establecimientos donde estudió y que antes que emprendiera vuelo, asistía a su padre en esto del tarot.

Hace un tiempo, los peques del sector decían que veían a un niño en forma de chucky diabólico correr por las calles. Don Luis aclara: "En la feria vendían la cabeza de chucky. Un día tomamos el palo de la bandera y lo arrimamos en lo alto de la casa".

Luis sigue en la habitación. Se cruza de brazos, lo que para algunos es signo de estar a la defensiva. Tal vez sea por el descontento del destino, pero al rato vuelve y tira una talla. Hay recuerdos cómplices. Recuerdos que al percibirlo, nos irradia de buena vibra.

El tiempo corre. Arredondo mira melancólico hacia el balcón. El mismo donde todos los días se exhibía sonriente su hija; el mismo donde hoy las queridas muñecas de su Josefina se mecen con expresiones congeladas, mientras el viento sopla.

Algunas veces, no todas las historias guardan un final feliz. Luis Arredondo guarda silencio, pero luego sonríe a la vida.

Hasta que se escucha al pasillo: "¿A quién de ustedes le gustaría que le leyera las cartas?".