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Los héroes y las tumbas del primer cementerio laico de Viña del Mar

Ya han pasado 105 años desde que se iniciara la construcción del panteón público que hay en Santa Inés. Poco es lo que se sabe sobre esta patrimonial arquitectura de la Ciudad Jardín, así que hoy día conocerá al menos una parte de su memoria.
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Sebastián Mejías Oyaneder - La Estrella de Valparaíso

Esta historia se enmarca en uno de los lugares más recónditos de Viña del Mar. Un cerro cuyo origen se remonta a aquellos tiempos en que los oligarcas locales decidieron deshechar lo más oscuro y repulsivo de la ciudad a sus alrededores. Suburbios conformados por el anhelo de los más pobres hacia el trabajo y el dolor que conlleva una vida tóxica al lado de las fábricas.

Así es como surge el cementerio de Santa Inés, una suerte de cobijo de lo que no es suficientemente bello para ser visto por los demás.

"Culturalmente, en nuestro país tomamos la muerte desde la negación de la pérdida de nuestros seres queridos, quizás por el arraigo que tuvimos con esa persona, por el amor, o puede ser que por deudas pendientes. Sea como sea la muerte en nuestro país se mira desde el pesimismo": de esta forma el administrador del Cementerio, Rodrigo Macuada, intenta explicar la marginal construcción de la primera necrópolis laica de la ciudad, como símbolo de lo que, en ese entonces, no se quería.

Fue a comienzos del siglo XX, específicamente luego del terremoto de 1906, cuando la Ciudad Jardín se planteó la necesidad de contar con un camposanto público, que funcione más allá de la división que, antiguamente, se establecía entre benditos y no benditos. Es así como esta tierra de cobijo para los difuntos surgió con la misión de elevarse, con el paso del tiempo, como un fiel reflejo de la vida urbana y de sus estructuras sociales, pues ese era su objetivo fundacional: despojar el rito mortuorio de la iglesia y representarlo según el estilo de vida que llevaba el fallecido.

Caminando por los distintos cuarteles que hay en el lugar, nada cuesta identificar esas distinciones sociales que, tan marcadamente, se perciben en cada rincón de la ciudad. "En la parte baja nos encontramos con las familias más acomodadas, quienes pueden pagar por un pequeño espacio de terreno y replicar las mansiones que en vida los cobijaron. Sigue avanzando hacia arriba, y muy cerca del centro, donde se pueden identificar a los sectores medios que tienen el nivel económico para pagar una bóveda familiar. De ahí en adelante está la tierra, el lugar más asequible para los que poco tienen o los que no están interesados en pagar mucho por la muerte", asegura el administrador.

Curiosos escolares

En medio de todas esas lápidas y pomposos mausoleos, una fila de niños, todos estudiantes de tercero básico del colegio Winterhill, recorre la necrópolis de la mano de sus profesores y de las trabajadoras municipales, encargadas de guiar cada uno de los tour patrimoniales que hay en la ciudad.

La pesimista esencia que se observa en el cementerio es avasallada por esa inocencia propia de los niños, que termina por apoderarse del lugar entero. Mientras cada uno de ellos pregunta, desordenadamente, por los símbolos que no comprenden o que les causan más curiosidad, la trabajadora patrimonial les responde y pregunta, para así incentivar una reflexión que provenga de ellos mismos.

"Mire tía, hay un reloj de arena pintado en ese mausoleo", gritan los niños, agitando las manos para ser tomados en cuenta. "¿Y por qué creen que ese símbolo está sobre una tumba?", les contesta ella. Varios, muy astutos, responden que representa "el tiempo que sigue corriendo después de la muerte", dejando con la boca abierta a los adultos que ahí se encuentran.

Desde la pregunta por el tiempo, hasta la desesperación por conocer cada uno de los rincones del cementerio, todo es posible para estos niños, no hay límite alguno. Esto como parte de un programa que tiene el colegio Winterhill, para que los estudiantes hasta cuarto básico visiten, cada miércoles, alguno de los lugares más representativos de Viña del Mar.

Misterios de santa inés

El último día de febrero de 1916 fue la fecha escogida para que el Cementerio de Santa Inés abriera sus puertas a la comunidad. Ya dos años antes habían sido vendidos los primeros paños de terreno que, posteriormente, serían transformados en mausoleos. Una fotografía en blanco y negro da cuenta de esa primera arquitectura construida, cuando aún el cerro no existía y era sólo un peladero municipal.

Cuentan los registros, que fue la familia Lewin la encargada de poner la primera piedra del gran panteón viñamarino, cripta que se mantiene vigente hasta el día de hoy, imponente ante el ir y venir de la muerte y de los cientos de trabajadores que han colaborado, en estos 105 años, desde que fuera construido.

Son muchos los administradores, jardineros y panteoneros que han dado su vida por preservarlo, estableciendo un contacto directo con los rituales que envuelven a la muerte y todo lo que eso conlleva. Por más de catorce años, Vladimir Pérez hizo las veces de panteonero municipal, aquel que se ensucia las manos en las reducciones, tocando el polvo de los cadáveres y limpiando el camposanto de todos sus desperdicios.

"Muchas veces, haciendo reducciones, me encontré con muñecos de trapo impregnados de alfileres, fotografías quemadas y objetos relacionados a la práctica del vudú", narra este obrero, quien además desmitifica la idea de que los cementerios son una cuna de sucesos paranormales, apariciones o voces que vienen desde el más allá.

Sin embargo, entre sus recuerdos como trabajador de Santa Inés confiesa haber sentido, un día, unas manos heladas sobre su espalda, mientras trabajaba en los cuarteles, en medio de una tarde invernal. "La primera vez no le di importancia, pero cuando volvió a pasar salí arrancando. Desde ahí que no me quedo a trabajar nunca hasta tan tarde", asegura.

Al final de nuestro recorrido me muestra el cuartel más alejado del lugar, el tiradero. En ese punto, una montaña de basura funeraria acompaña lo que, por estos días, se conoce como la bodega de cadáveres olvidados.

La huesera municipal

Por más pobre que sea una persona, nadie en Santa Inés puede quedar fuera del ritual mortuorio. Ese fue uno de los principios que incentivaron la gestación de los primeros cementerios públicos, allá en los inicios del 1800, cuando Bernardo O'Higgins creó el Cementerio General. O por lo menos ese era el objetivo de José Francisco Vergara, uno de los padres fundadores de Viña del Mar, quien pensó la idea de un cementerio viñamarino, incluso antes de que Santa Inés abriera al público en 1916.

Sin embargo, hay dentro de esas nueve hectáreas de terreno un rincón del que nadie habla, olvidado por los archivos y también por quienes visitan a sus difuntos o quieren disfrutar, simplemente, de un espacio cargado de belleza arquitectónica y patrimonial.

Se trata de lo que los antiguos conocían como la huesera. Una fosa común en la que van a parar todos esos cadáveres de los que nadie se hizo cargo, aquellos que no extendieron el arriendo por cinco años más o que fueron olvidados, por sus seres queridos, al baúl de los recuerdos de una historia que jamás verá la luz.

Muy pocas veces ha venido alguien a recuperar un cuerpo de la huesera, cuenta Vladimir Pérez, el ex panteonero, hoy día uno de los tantos jardineros dedicados a moldear, con sus manos, la belleza detrás de los cuarteles.

Y claro, ¿quién se atrevería a sobrepasar los límites del cementerio para visitar la huesera? "Antes lo llamábamos así, cuando los cadáveres se deshechaban sin identificación alguna, a la suerte, como si esto fuera una fosa común", agrega Pérez, refiriéndose al lado más oscuro del rito funerario en el Cementerio de Santa Inés.