Secciones

En el banquillo del lustrabotas más antiguo de la Sotomayor

Con 55 años de oficio, Teobaldo Bustamante está de lunes a viernes, sagradamente, afuera del Consejo Nacional de la Cultura. Allí, en su pega, supo de anécdotas a los pies de Pablo Neruda y Don Francisco. Un patrimonio vivo del Puerto.
E-mail Compartir

Guillermo Ávila Nieves

Cuatro jóvenes extranjeros se miran entre sí, intentando decir sin palabras, con el ceño fruncido, la evidente inquietud ante tantas fotografías al costado derecho cerca de ellos.

Lo mismo parece pensar un hombre sacado de otra época que se encuentra precisamente sentado sobre el banco con un diario en la mano, su pierna estirada y el pie en rígido.

Frente a él, casi inmóvil, con la cabeza inclinada tipo zen, un caballero de edad avanzada y lunar en el rostro, sigue con su oficio a ese pie en rígido, indiferente al persistente encuadre de nuestro gráfico.

En sus manos sostiene un zapato de estilo inglés, clásico, acordonado y de tonalidad oscura. Lo hace girar, se concentra en el cuero, la capellada (la parte de arriba del calzado) y en aquellos detalles alrededor de la suela.

Una vez consumada su obra -le toma cinco minutos, otras tres- hace guiño con orgullo para que se le observe la calidad de su lustrado. El zapato del cliente reluce, brilla: se aprecia liso, impoluto, como si lo hubiese encerado.

Aperrar, siempre

Entonces, los sentidos de Teobaldo Bustamante Pérez, lustrabotas, se encienden. El proceso de lustrar "es maravilloso", asegura este hombre de 73 años, de los cuales 55 años los ha dedicado en exclusivo a este oficio "que va en extinción", dice en modo bajón.

Segundos después, ahora todo en él es calidez, humildad, cercanía y amabilidad. Mira a los ojos cuando responde, sonríe a la broma y contra pregunta tres veces lo mismo: usa un auricular en su oído derecho para atenuar la sordera que lo complica.

No es todo. Señala hacia el lado. Allí está estacionada una silla de ruedas, su otra extensión, que la tiene hace meses -antes, una abogada del área le obsequió otra, "por cariño"-.

A sus dos años, sufrió la inmovilidad de su pierna derecha producto de una dura poliomielitis. De grande, pudo juntar dinero para el aparato que a hoy cuesta 200 lucas y es su sombra. "Soy inválido", agrega. "En ese tiempo no estaba la vacuna antipolio. Siempre aperré".

Eso no impidió que a sus 11 años tuviera que asumir las riendas de la casa. Adiós estudios. Como ambulante en la feria, entre medio de la gente, se afirmaba la pierna como podía para así caminar y vender. Un año antes, su padre, llamado igual que él, fallecía. Entonces Teobaldo estuvo al cuidado de sus tres hermanos y la madre, que hoy tiene 93 años.

Teobaldo Bustamante empezó este día como lo hace todos los días. Se levanta a las cinco de la madrugada. Vive con su nieta y una pareja. Sus otros hijos son Teobaldo y Fernando. "Ellos estudiaron. Cuando eran chicos, yo me separé. Me fui de la casa, pero siempre los ayudé con las monedas. Estuve casado 11 años".

A las 6 AM, sale de su departamento, en Villa Alemana. "Me vengo en la primera máquina: debo traer la silla". En la estación, le ayudan a cruzar semáforos. A las 7 AM, llega aquí, a esta esquina, situada afuera del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes -le lustra el par al ministro Ernesto Otonne-, al frente de la plaza Sotomayor, su cuartel al laburo, hasta las tres de la tarde.

Acá sólo hay dos lustrabotas. Se aprecia rivalidad evidente entre ellos. Antes, en épocas de gloria, habían nueve, cuenta con nostalgia. Esa misma que lo embarga a sus inicios: de los 12 a los 16 se puso como ayudante de un zapatero en Recreo. Jaime Hernández, su mentor, después de cuatro años, le instó a seguir su camino.

Grandes momentos

No olvida su primera lustrada. En Virginia, le regalaron su piso de madera, betún, escobilla. Debutó con un lustrín, chiquitito. Nervios. Manos temblorosas. Su primer cliente, de 65 años, le dijo: "Ya cabrito, lústreme". Él, joven inexperto, le dejó la escoba: las medias blancas quedaron negras de betún. Pero el parroquiano se lo tomó con humor. Y monedas: "Aquí tienes 10 pesos para que partas. No te retires, cabro. Seré tu cliente".

Don Teo aclara que en esos días, la lustrada costaba 5 pesos. Eran días del Mundial de 1962. Eran días en que sus colegas alcanzaban a 100 en todo Valparaíso. En las plazas, 12 lustrabotas y contando.

Cuando se fue haciendo de reputación en Valparaíso, vivió años de gloria. La pregunta cae inevitable. ¿A cuántos famosos ha lustrado? Su respuesta, en seco: "¡A muchos!".

Famosos al lustre

Su voz se torna ronca y profunda, con la mirada clavada en el horizonte, más allá de sus betunes: "Yo lustré a Pablo Neruda, por cinco años, del 65 al 70. Venía seguido. Después murió", revela.

Pero, ¿qué le decía el Nobel? Don Teo, contesta sincero: "No conversaba... Don Pablo no hablaba nada. Se sentaba, siempre serio. Sólo decía buenos días y leía el periódico".

Ahora se entusiasma. "Una vez lustré a Don Francisco. Vino en la época que hacía la Cámara Viajera. Esa vez me tuteaba y me preguntó, como usted, por los famosos".

Ahora se va de tarro. "Le conté que lustraba a Antonio Prieto, el de la película La Novia. También a jugadores de fútbol: Juanito Olivares, Jesús Pico y Jorge Dubost, de Santiago Wanderers. A Rubén Marcos, de la Universidad de Chile y la Roja, cuando venía a hacer trámites".

Se confiesa: ama el fútbol. Y lo que más le hace inflar pecho es haber lustrado... no a Pablo Neruda o Don Francisco, sino a una vieja gloria del club de sus amores, René Orlando Meléndez, goleador del Everton campeón en 1950 y 1952. "Conversábamos mucho después de su retiro. ¡Yo lo iba a ver al estadio El Tranque!", narra con su gorra azul y amarilla, que dice lleva puesta en honor 'Oro y Cielo'.

Procede a cubrir con sus dedos otro zapato y lo presiona, como las parejas de enamorados. Hay talla. Ríe. Incluso con botines de sutiles degradados o envejecidos artificialmente.

Bajo suyo, las herramientas para el oficio están dispersas sobre el pavimento. Más de veinte cepillos de dientes, como anzuelos gigantes, de extremos curvos, están dispuestos para la faena. Así como betunes y paños que los va cambiando. Para ello, los paños, raja un pantalón. Asegura que el cotelé es bueno para sacar brillo. Las escobillas duran más: se compran en las suelerías. El crin del caballo potencia esas escobillas, como la que muestra, ya con ocho años a cuestas. "Las más chicas se gastan".

No es todo. Se aprecian escobillas de ropa, más grande, "buenas para lustrar también". También crema anilina para que el cuero del calzado no se reseque. Y betún para el brillo. Cuenta que a veces le llegan clientes con los zapatos cochinos, llenos de barro. Allí aplica cirugía: pasa cuchilla para que queden impecables.

Don Teobaldo está consciente que los tiempos pasan. Las estrictas reglas que antes gobernaban los códigos de indumentaria se han ido relajando con las décadas. También hoy el calzado en hombres y mujeres, para bien o para mal, ha dado pasos en ese camino. Pero lo que nunca pasa, acuña, es un buen servicio.

Cuida a su público y atiende a sus clientes como si su vida dependiera de ello. Que lo es: sólo cuenta con una pensión de 80 mil pesos. En un día bueno, se embolsa 20 mil lucrecias. En una jornada "reguleque", 12 lucas. Y en uno malo, los previos a las lluvias, seis mil. "No alcanza ni para los gastos diarios, pero hay que estar. Y no hay un día mejor".

Vuelve la nostalgia al lustrabotas. "Ahora en todas las plazas somos como seis. Unos se han muerto, otros se han retirado". Que la gente joven no quiera hacer este oficio es algo que le preocupa a futuro. "Los cabros de hoy quieren harto dinero y rápido. Pero tiene fe. "Yo soy tirado un poquito a evangélico, creo en Dios. Sé que igual llegarán otros a seguir el legado del lustrabotas, un lindo oficio".

Julio Narvaez es abogado. Impecable con su boina y abrigo negro, desde hace años, es cliente frecuente de don Teo. "Conversamos bastante. Es muy atento y hace excelente trabajo. Le damos su yapita", desliza dichoso.

Hugo Concha, porteño, trabaja en una Isapre. Una vez por semana se lustra aquí. "Siempre con don Teo, el mejor lustrador. Me da lata cuando llueve: no pueden trabajar".

Precisamente el cielo ya cubierto, está a punto de llorar. Teobaldo Bustamante Pérez lo sabe: tendrá que cerrar, por hoy, su negocio, mientras mira para el lado al colega. Toma su silla. Se apresta a recoger sus herramientas. Vuelve y mira. Suspira: "Él tiene una suerte única, cualquier clientela. Es bueno para la labia...".