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De palomilla a escritor: Una vida acumulando saberes carcelarios

Desde los 12 que Marcelo Ibarra pasó sus días en diferentes cárceles nortinas. Fue adentro y con romances carteados que se dio cuenta de sus dotes como escritor. La llave que le abriría el camino hacia el arte y los talleres literarios.
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Sebastián Mejías Oyaneder - La Estrella de Valparaíso

Marcelo Ibarra tenía 28 años en el 98. Ya con varias condenas en el cuerpo y unas fugas cinematográficas, se plantó en el medio del patio de la cárcel de Acha, en Arica, y comenzó a reflexionar sobre su propia existencia.

"Estoy a pocos días de salir de acá y la verdad es que no sé lo que voy a hacer con mi vida. Si lo único que he hecho siempre es delinquir, nunca ganarme la vida con honestidad, como hace la mayoría allá afuera", pensaba, algo que según él muy pocas veces se da en una prisión, pues la vida se la gana uno mejor con la choreza- que viene de choreo- y la intimidación.

En esa última etapa como palomilla ya veterano, o un buscavidas como le dirían algunos, se puso las pilas por darle un giro radical a su vida. Así que motivado por los diferentes talleres que se imparten en la "cana", decidió cruzar los muros a través de las palabras y así conocer la realidad más allá de los límites panópticos y en vigilancia perpetua.

Todo muy distinto a su época de palomilla, allá en los callejones nortinos. Como cuando con sus compadres ya se secaba en la prisión de menores de Arica y, con tan sólo diecisiete, tomaron de rehén a un gendarme, al que le hicieron de todo. Le pegaron y lo amarraron de pies y manos, para luego amordazarlo y quitarle las llaves. Después se le venía encima el remordimiento.

¿Pero sabes lo que pasa con los pobres?, me pregunta. "Estay claro que si te manday una grande, te van a andar buscando por todos lados, los ratis y los pacos. Con uno no escatiman la violencia y terminay pagándola toda", se responde.

Estaba en eso cuando se dio cuenta de que su vacío espiritual era tremendo. Porque para él ya era todo como un vicio, así como la pasta base, que no conseguía dejar atrás, aún cuando se lo cuestionaba todo, y todo el tiempo. Y sufría, y se sentía ególatra por eso, porque no concebía el dolor por el que pasaba.

¿Qué hizo entonces? Tenía 28 cuando se las dio de Cristo y comenzó a pensar y sufrir por los demás. Y de ahí a la acción: aprovechar su pasión por la literatura, y que además le habían dicho que escribía lindo, para realizar talleres de poesía y pintura en distintas cárceles del país.

Mamá golpeadora

Con un paño de ambulante en la plaza Victoria, donde presenta sus artesanales historias, busca algun indicio que le permita comprender, al menos un poco, el curso de su vida diaria.

"Yo no soy de Arica, yo nací aquí, en el Puerto. Esto lo supe tarde, eso sí, como cuando tenía 21". Recién en esa época pudo comprender un poquito de su memoria. Tarde claro, pero se sintió feliz cuando supo que todos sus hermanos viven acá. Y los visita de vez en cuando, mientras intenta ganarse la vida como escritor y comerciante de su propia obra.

La cosa es que recién a los 21 se enteró de que eran guaguas, cuando sus hermanas se fueron a vivir con unas tías y él se largó a Viña del Mar con sus padres de sangre, a quienes casi no recuerda. "Porque desaparecieron como si se los hubiese tragado la tierra", revive Marcelo. Nunca más supo de ellos.

Ahí se lo llevaron al norte sus padres adoptivos, sin ningún tipo de trámite previo o formalidad. Dice no recordar cómo llegó a ellos, ni quienes eran, sólo que un día al hombre de la casa le salió una peguita en las minas del norte, acarreándolos a todos para allá, incluido a Marcelo.

Fue en Arica, en la población 11 de Septiembre, donde comenzó a dar sus primeros pasos entre los demás palomillas. Fueron ellos, cuenta, los que lo llevaron por el mal camino. "Como se dice, las malas influencias hacen que uno se desvíe. Probar de todo, marihuana, pasta base, cocaína, si hasta incluso aspiré neoprén. Y la culpa es mía, sólo que no entiendo cómo fue que a los doce años me convertí en un mono, que admiraba a los choros más grandes", comenta.

Una de sus respuesta, es intentar relacionarlo todo al trato que le daba su seuda madre. No sabe si fue o no la responsable de sus fracasos. A veces cree que sí y otras, por no ser cobarde consigo mismo, no la culpa de sus andanzas.

Sin embargo, evoca una y otra vez esos duros años 80', en Arica, en un país que estaba pasando por una de sus etapas más duras y violentas: "Aunque mi madre era golpeadora, me tenía cariño y, si bien no teníamos un lazo de sangre, se esforzaba por hacer valer ese rol. Me llevaba a la escuela, me peinaba, pero estaba sólo, sin amor, sin comprensión, ni dedicación. Me sacaban la cresta y, como era un cabro hiperquinético, me bajaban a puros palos y con palabras hirientes.".

Audacia literaria

El que pestañea, pierde. Esa es la ley de la cárcel, vista desde el ojo de Marcelo Ibarra. "Andar vivito", así le tocó estar desde los 12 hasta los 28, en casi todas las prisiones nortinas, además del paso fugaz que tuvo por la cárcel limachina y la Penitenciería de Santiago.

Ahora que tiene cierto Bagaje en el mundo de los talleres, los de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam), le dicen que es un "hombre con audacia". Y eso pucha que le llama la atención. En parte lo estimula. Porque durante décadas aprendió que esa palabra se usaba para el mal y para dañar a otros.

Un día, estando en la cárcel de Iquique, se dio cuenta de eso. En aquellos años era re enamorado y se comunicaba con otras mujeres, en prisión, por medio de cartas. Él los llama romances carteados, que tuvo no con una, sino con varias reas. Justo cuando ya se cuestionaba su qué hacer, una vez que estuviera en libertad.

Era 1998 y un grupo de internas lo incentivaron a escribir, encendiendo la mecha de la literatura que ya se encontraba en él. "Oye vimos unas cartas tuyas y escribís re lindo", le dijeron, entre sonrisas tímidas y amores a través de los muros, igual de inocentes que los de siempre. Ahí Marcelo decidió el rumbo de su vida, haciendo suyos esos varios talleres que se impartían, todo porque le habían dicho que escribía bonito.

Literatura de cárcel

Desde entonces ha cosechado bastantes éxitos en cuestiones literarias. Como realizador de talleres, organizador de concursos y recopilador de historias sencillas, contadas a sangre y fuego por prisioneros latinoamericanos.

"Tontos les llamaban a esos cabros y tonto me llamaban a mí", confiesa. Por eso es que terminan demostrando lo contrario en la calle, con sus andanzas y choreos a la misma gente que vive en las poblaciones. "Oye cabro, ándate de acá. No me voy poh. Ah estay choro", era una constante en la 11 de Septiembre.

Todo eso se encontró en los cuatro años, en que estuvo trabajando para el Consejo de la Cultura, en Arica. De la mano de hombres, mujeres y jóvenes, que pasan sus días en las prisiones nortinas y también allá en Bolivia, en Sucre, La Paz o Santa Cruz.

De ahí extrajo sus obras, que hoy vende en las calles de Valparaíso, en ediciones de cartón, y que alguna vez fueron presentadas por las altas autoridades del país. De esa época rescata "Muertos en vida", llena de humanas vivencias contadas por sus iguales, a quienes les dice que el arte es sólo una vía de escape hacia la buena vida, como puede ser también la universidad o el trabajo honesto.

De paso por el puerto

Han pasado veinte años desde que dejó las andanzas y el palomilleo. Dice a cada rato ser artista y se intimida cuando le pregunto si es que todavía se fuma un "pito". La verdad es que no me lo quiso confirmar, pues su objetivo con esta entrevista, es decirle al mundo que un preso puede llegar a ser un hombre de esfuerzo.

Por ahora sus días los pasa en Valparaíso, con sus hermanas y hermanos, esos mismos que conoció cuando tenía 21 años. Hoy está pronto a cumplir los 49, con la idea fija de que es un creador, que logró dejar atrás la vida del choreo para, de una vez por todas, establecerse y meditar como alguna vez hizo en el patio de la cárcel, intentando descifrarse a sí mismo en su presente y en el curso que tendrá su futuro.