Secciones

Las crudas realidades que se esconden tras la vida en la calle

Es difícil imaginar cuando no se ha vivido de cerca, pero el revés más mínimo puede golpear la estabilidad emocional de un minuto a otro.
E-mail Compartir

Mirian Mondaca Herrera. - La Estrella de Valparaíso.

El frío de las noches de julio se siente profundo en cada centímetro de su cuerpo. José Antonio Díaz se frota las manos, mientras espera sentado en la parte baja de un camarote la hora de la cena. Es la cuarta vez que está en el albergue para personas en situación de calle de Valparaíso, en calle Dieciocho con Francia.

El reloj apenas marca las siete de la tarde, pero este joven argentino ya está en el albergue, porque "si querés asegurar un lugar hay que llegar temprano", dice. No todos tendrán la fortuna de dormir bajo un techo esa noche: los cupos son 40, y quienes están afuera en las calles, varias decenas.

José Antonio cruzó Los Andes hace poco más de un mes buscando trabajo y también algo de aventura. Fue obrero en la construcción, pero la labor no es estable y apenas estuvo algunos días. Ahora junta monedas como limpiador de autos en Valparaíso, "a la suerte de la olla, lo que me dé la gente a conciencia", dice.

A algunos pasos del dormitorio común donde dormirá José Antonio y el resto de sus compañeros temporales de morada, Hortensia Ruz también aguarda por su segunda y última comida del día. La otra será por la mañana, el desayuno, y luego no volverá a probar nada hasta la noche siguiente, cuando vuelva a golpear las puertas de este albergue.

Por instantes, la mirada de esta mujer luce perdida, como intentando recordar los tiempos en que aún tenía un lugar dónde vivir, mientras cuenta que "no puedo hacer nada, me tengo que aguantar con lo que como acá no' más". La pensión asistencial que recibe, no le garantiza tener un almuerzo caliente todos los días.

Hortensia, hoy dice no tener a ningún familiar en el cual apoyarse. De hecho, haciendo esfuerzos por recordar imágenes del pasado, asegura que vendió la propiedad donde vivía con algunas nietas en Valparaíso porque "se portaban mal por el trago".

Ese fue el detonante para que decidiera deshacerse de la casa, pero "me dejaron sin plata, sin nada", comenta, mientras trata de recordar el nombre de su hermana, que viviría cerca de La Calera. La memoria no es la misma de antes, pero no olvida que de todos sus hermanos, es con la que siempre tuvo más cercanía.

Sin opción

Ni Hortensia ni José Antonio quisieran seguir viviendo en las calles, pero no tienen otra opción. El cordobés no ha podido encontrar un trabajo que le permita arrendar alguna pieza, ni tampoco viajar conociendo Chile, como era su idea original cuando llegó al país. Pero, aunque está en esta situación, no se desanima ni tampoco piensa en volver a Argentina; por ahora, planea seguir en Valparaíso. "(Encontrar trabajo) No tiene que ver si eres extranjero o no, tenés que estar insistiendo", dice.

El trasandino aún tiene el ímpetu de la juventud, que lo hace intentar una y otra vez. Ese impulso es el que le falta a Hortensia, porque a sus 77 años, la fortaleza física y mental cada día que pasa es menor. La mujer nacida en Viña del Mar, pero porteña de toda la vida, ahora camina por inercia esas calles que alguna vez recorrió con una sonrisa en el rostro.

El único plan de Hortensia cada jornada es poder llegar temprano al albergue y comer algo, luego de haber estado el día entero -comenta- en la Unidad de Emergencia del hospital Carlos van Buren. Allí, aguarda sentada que rápidamente sean las 5 de la tarde y pueda volver al albergue, que abre sus puertas a esa hora. "No tengo ningún amparo, ya voy a enterar 80 años y no tengo a nadie. Si algún día me muero, nadie me va a echar de menos", se lamenta.

Distintas realidades

Entre los huéspedes que pasarán la noche en el albergue, cinco personas se mueven por todo el lugar intentando hacer lo más acogedor posible el espacio: dos monitores, un paramédico, la persona encargada del aseo y la coordinadora, Cecilia Quinteros. Hasta las nueve de la noche permanecerán allí, luego dos asistentes sociales tomarán el relevo de 12 horas.

Quinteros comenta que en los más de dos años que lleva realizando este trabajo, ha conocido incontables historias de vida. Muchas de abandono, otras que revelan falta de oportunidades, algunas donde el alcohol y las drogas han provocado estragos, y también otras donde el sacrificio se deja ver.

La además psicóloga, recuerda con admiración el caso de un peruano que ahorra cada peso, hasta el punto de vivir en la calle, para enviar dinero a su hijo que sigue estudios superiores en ese país. "Cuando viene para acá tiene muy buena relación con todos, es colaborador, nos apoya muchísimo", indica Quinteros.

Mientras la coordinadora prepara los últimos detalles para servir la cena en unos minutos más, un par de personas llegan hasta la puerta del lugar a pedir refugio. No es seguro que puedan quedarse, deberá revisar el listado de los huéspedes del día; si ya se alcanzó el fatídico número 40, no podrá entrar nadie más. Simplemente no existen más camas. "(Desde el 2015) hemos aumentado la capacidad, pero tendríamos que aumentarla aún más, porque ha crecido considerablemente la población que vive en la calle en Valparaíso. Se ponen recursos, pero aún así, a veces es insuficiente (…) Muchas veces la realidad nos sobrepasa", comenta.

Además, es difícil salir de la calle, reconoce. Aunque en el albergue hacen un trabajo en red con otras instituciones que trabajan con personas en esta condición para intentar que vuelvan a tener un trabajo y un hogar, no todos toman ese camino. Muchas veces quizás aquello ocurre por temor, porque aún está arraigada en la sociedad que quién vive en la calle es flojo, lo que para Quinteros es completamente erróneo.

"Hay gente que dice que estas personas quieren estar en la calle, yo no he visto esa realidad. Ellos no quieren vivir así, porque en el fondo saben que la calle los enferma. Para poder sobrellevar esa situación de estar indefensos, se reúnen en grupos que transforman en familia", analiza.

Siete y media de la tarde. La espera de José Antonio, Hortensia, y los demás 38 huéspedes del albergue termina; un plato caliente de porotos ya está sobre la mesa de la anciana. El aroma a albahaca es seductor, prueba la primera cucharada y deja escapar una leve sonrisa. Una pequeña alegría en medio de tanta adversidad.