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Superando el tabú: la muerte contada por sus protagonistas

Enfermeros y auxiliares siempre son vistos desde su labor y nunca desde su lado más humano. Ese que guarda sentimientos profundos, que comparten sólo a sus cercanos. Pero, ¿Cómo es que sienten la partida de un ser humano?.
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Sebastián Mejías Oyaneder - La Estrella de Valparaíso

"Lo más desagradable es cuando llego en la mañana y me encuentro con una poza bajo los cadáveres. Un mar lleno de sangre, pus y todos esos fluidos que le dan forma a un cuerpo reventado", sostiene Eduardo Astudillo, el auxiliar que le da vida, desde hace treintaincinco años, a la famosa morgue del Hospital Carlos van Buren, a la que por estos días conocen, también, como mortuorio.

"Pensarán que estoy loco, pero a los muertos que llegan aquí les tengo que hablar, a ver si se sueltan un poco y dejan de lado esa rigidez que nos limita a la hora de vestirlos", dice, dando cuenta de un nivel de contacto que pocos llegan a establecer con la muerte. Un tema tabú que deja de serlo, el día en que comienzas a trabajar entre los pasillos de un hospital.

"Para mirar solemnemente", ese es el significado que, el francés, le da a la palabra morgue. Un espacio de recogimiento que, en el caso del Van Buren, recibe en promedio a cinco fallecidos por día.

Son ellos los que enseñaron, a Eduardo Astudillo, a observar la muerte con cierto respeto. Intentando limpiar, afeitar y vestir a los que llegan con el mayor cuidado posible, asumiendo que su fragilidad podría traer desagradables consecuencias con la familia.

Pero nada de eso pasa en el último rincón del hospital, dice, ya que ahí los seres queridos, a los que el difunto abandona, se sienten como en casa y respiran una fraternidad que, muy difícilmente, se encontrarán en otro lugar.

Hay en ese subterráneo del Carlos van Buren, una combinación mucho más usual de lo que se cree, entre humanidad y putrefacción. Cuerpos deformados que estallan ante los ojos del personal y que son reclamados por unos familiares que, en su sola mirada, dan cuenta de lo querido, o no, que era esa persona a la que deben reconocer.

Muchas veces mueren solos y esperando durante meses, metidos en grandes congeladores, que alguien se acuerde de ellos. Casi siempre indigentes que no tienen a nadie más, salvo algún noble trabajador de la salud, que se compadece por esa alma abandonada.

"Es fácil reconocer a un hombre que en vida no fue bueno, o eso es lo que creo. Aquí llegan hijos que reconocen con asco a sus padres y no quieren saber nada de ellos", cuenta Astudillo, sin embargo, otros tantos cuerpos son despedidos entre el llanto de muchos.

El punto de inflexión en la vida laboral de Eduardo Astudillo es ése. Ahí es cuando se tiene que encomendar a Dios, para pedirle toda la calma del mundo, pues nunca se sabe como reaccionará un familiar ante la muerte. Como aquella que vez en la que un joven lo acusó de ser el culpable de la muerte de su padre.

Pocos lo entienden

Dos años lleva Juan Pablo Muñoz como enfermero del Hospital San Martín de Quillota. Mucho antes que eso, cuando recién era un novato practicante de enfermería, tuvo su primer mano a mano con el más allá: la muerte de la señora Clorinda que nunca olvidará.

Antes de eso no solía hablar de estos temas, ni siquiera con su familia, o con sus amigos. Siempre marcado por el tabú y ese miedo que se le tiene, en la sociedad, a dialogar sobre aquello que cuesta comprender.

La experiencia marcó esa nueva etapa en su vida y hoy, una de las cosas que le gustaría hacer, es dar a conocer el lado más subjetivo y emocional del trabajo médico. Está bien, todos conocemos la importante labor de enfermería, pero nadie llega a saber, nunca, lo que hay detrás de ellos, como seres humanos, cuando llegan a sus casas y comparten con sus familias.

Muñoz asegura que en estos años quedó transformada, radicalmente, su propia idea de la muerte. La ha ido desarrollando con el tiempo, en su quehacer como enfermero, y en la vida cotidiana.

De lunes a miércoles tenía que ir, como alumno en práctica, al hospital, a hacerse cargo de dos pacientes, entre los que estaba la señora Clorinda.

Una semana estuvo con ella, conversaron, interactuaron, conoció a su familia y, de repente, se descompensó, justo cuando Juan Pablo estaba a cargo del turno. "Fue bastante fuerte, en el sentido del vínculo que había establecido con ella y las conversaciones que teníamos. Como enfermeros estamos a cargo del cuidar de las personas y somos responsables de su ciclo y de su vida", reflexiona.

A trabajar la muerte

Cuando eso pasa ya no hay nada que hacer. Pero es algo que se conversa cuando llegas a la casa, con tu padre, con tu madre o con tus amigos. Al menos ese fue un buen ejercicio que tuvo que seguir este enfermero, cuando quiso comprender un poco más sobre su propia idea de la muerte.

De ahí que el "bien morir" sea su objetivo al momento de responsabilizarse por el cuidar del paciente. Quedarse con él, sobre todo en esos momentos en los que es susceptible de fallecer. Ahí lo que importa es invitar a la familia y darles la oportunidad para que puedan despedirse como corresponde.

Si están sólos, el buen morir tiene que concretarse igual. Él mismo se queda con los moribundos más solitarios, cuyos ojos que dan cuenta en sí mismos- comenta Juan Pablo Muñoz- de una angustia y soledad que pocos comprenden.

"El tema es trabajar sobre esto, porque si bien la empatía y la cercanía importan mucho, y llorar a veces está bien, no podemos quedarnos así, porque entorpeceríamos nuestro trabajo diario. En ese sentido, para mí, la muerte fue uno de los primeros conceptos que tuve que dominar", agrega.

Un día para no olvidar

Una de las experiencias más fuertes en estos dos primeros años como enfermero, que lleva Juan Pablo Muñoz, fue cuando empezó como trabajador en el Hospital San Martín de Quillota.

Lo habían mandado a la sección de urgencia pediátrica, cuando una madre llegó con su bebé de dos meses en brazos y muy mal, a raíz de un cuadro respiratorio. A ella por protocolo le tocó salir de la sala, mientras que el médico de turno se dedicaba a las labores de reanimación, ante un caso que ellos sabían muy bien, difícilmente iba a ser exitoso.

Al enfermero Juan Pablo Muñoz le tocó estar de turno ese día y le tocó también participar, junto con el médico, de la reanimación del lactante. "Nunca había vivido un estrés y un llanto de madre como esos. Y yo miraba todo el proceso con culpa, y no se pudo y falleció. Han sido los quince minutos más largos de mi vida. Agradezco no haber hablado con la madre, ya que por cuestiones legales lo tiene que hacer el médico", recuerda.

La culpa siempre estará presente, sobre todo por esa responsabilidad que siente, tan profundamente, por el cuidado de las personas que llegan a la sala de urgencias. Si no fuera porque es un tema que lo discute consigo mismo, sería un problema que lo tendría de manos de atadas, sin poder continuar con su trabajo diario.

Cree este enfermero que, difícilmente, un trabajador de la salud podría cumplir su labor sin antes pensar un poco sobre los alcances de la muerte. Esa misma que, para él, es como una suerte de amiga a la que no se le debe temer.

Se trata de mirarla con respeto, el mismo que le ofrece Eduardo Astudillo, ese depositador de cadáveres que pasa sus días en el último rincón del Hospital Carlos van Buren, en la morgue. Rodéandose de eso a lo que muchos temen- casi como una cuestión de tabú- le aprendió a ganar aprecio a su propia existencia y a vivir plenamente hasta que nos encontramos al final del túnel.