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Valparaíso Tango Club: bailes y amor en el otoño de la vida

Aquí todos vienen con una máxima: pasarla bien. Se trata del epicentro del tango más antiguo de la Quinta Región.
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Guillermo Ávila N.

Una dama, de sesenta y pocos años, con su melena dorada cortada hasta los hombros, falda ceñida a la cadera y unos ojos marrones casi tan grandes como sus ganas que destila a pasarla bien, se apoya, paso a paso, sobre el pasamano.

Marcha ascendente -y ahora firme- en zapatos de tacón que la encumbran a la planta alta de un lugar que para ella, como dirá más adelante al anonimato, le desafía hasta qué punto la edad no limita.

A propósito, la interrogante salta, ¿hasta qué punto una persona que ha pasado la barrera de los sesenta está en condiciones de vivir la noche, diversión y el amor como cuando era joven? Porque al observar bajo lupa a este retrato minucioso de aquellos que bien podrían sufrir del síndrome del nido vacío, el vivir con plenitud lo es todo.

La escena invita a recordar un poco a esa película criolla del 2013 llamada Gloria, donde la protagonista (sola, separada y con hijos) compensa su existencia in crescendo en días cargados a la adrenalina y el amor. Una especie de segunda juventud, como otros acá resaltarán a las maltas y empanadas.

Y ese es el espíritu -ajeno a la nostalgia- que se percibe en la Corporación Valparaíso Tango Club, un local clave en la adulta bohemia y que tiene historia... como para inflar pecho: es el club de tango más antiguo de la V Región y el número tres en el país, recalcan a la interna.

Cambalache porteño

Fundado el 31 de octubre de 1974, un letrero advierte en su entrada (cuya fachada se eleva sobre una farmacia) casi en la esquina de Pedro Montt con Las Heras 523, lo siguiente: "El club se reserva el derecho de admisión a personas ajenas. Sólo tenida formal o semi formal. No insista". De hecho, está prohibido el ingreso al establecimiento con zapatillas. También en estado etílico.

Para aquellos que ya peinan canas, este sitio es un escape a la rutina diaria. La experiencia aquí es un bien valioso. Lo saben.

Sola, la mujer de los tacones y falda ceñida toma asiento en la vetusta mesa con calma a un costado de la acción. Observa sigilosa al frente. Poco a poco más hombres comienzan a invadir el sector. Ella, parpadea. Se anima. Y rompe el hielo, a la distancia, en silencio. Sólo gestos. Como en un coqueto vals, una mano masculina le cede la pieza que suena. En modo lento o 'blue', como optan decir, danzan. Sonrisas.

Mover el esqueleto

El ambiente comienza a tomar forma. La temperatura sube. Hay onda.

Tal como en '¿Bailamos?' aquella cinta del 2004 que retrata los bailes de salón a la manera gringa de la mano -y dos pies izquierdos- de Richard Gere y Jennifer López, un sujeto de traje impecable y que le lleva varios cuerpos de savia a su acompañante, se esfuerza por seguirle su movido ritmo ahora en plan cumbia, pero que más parece un bolero.

Todo lo contrario de un pirinola al desplante, que tras una ronda de temas acelerados, hace pausa a sus agitados pasos. Hamilton Vicente, así dice llamarse, recalca con perso que su abuelo provino de la tierra de la bota, Italia -de allí achaca su desplante-, a la vez que afirma con orgullo ser de Rodelillo. Cuenta que vive solo. Que de joven nunca bailó. Nada. Sólo movía sus pies por un balón de fútbol o para buscar ingredientes como pastelero que era en su oficio. Y que recién a sus 55 -hoy tiene casi 73 años-, aquí vio la luz a los movimientos. "Siempre me gustó, pero nunca bailaba". Casado y con tres hijos, Hamilton asegura estar solo, ahora. "Yo salgo a bailar nomás, nada de otras intenciones. Pero eso sí: saco a todas las damas a bailar. Y como vez, acá me pelean las mujeres", dice canchero. Y tiene por qué: cuenta que en todos lados sus acrobacias al ritmo tienen aceptación. En La Serena, también la Taberna -donde quitó freno de mano a la modestia con ocho mujeres-, el Viejo Almacén y el Puerto. "Pero el tango es lo mío", revela seguro.

La figura de Carlitos Gardel cuelga de los austeros muros. También se divisan retratos con aquellos presidentes que han rotado aquí. Así como emblemas de la música popular latinoamericana.

No se aprecia al típico camarero de terno negro que dé alcance la carta en la ruta. Aunque, "la cantina está allá y la cocina acá". La voz proviene detrás de los sartenes y ollas. Con el horno encendido, doña Rebeca nos intenta convencer con sustanciosos sánguches de ave y empanadas de queso. "Estoy jubilada, tengo 68 años, acá todas somos socias y trabajamos. No salimos de acá, no bailamos". A su lado, una ayudante generacional, la señora Ana, asiente a todo lo que doña Rebeca explica. Como sus siete y felices años acá. Casi tantos como los que lleva a las pistas del Valparaíso Tango Club, Bernardita Fernández, porteña. "Lo que más me gusta es el local, todo. También la cumbia, aunque sé algo de tango". Añade que viene con más amigas. A divertirse. "Incluso una salió con pareja y todo". Esa amiga llegará al rato. Se llama Gloria (Cruz), como la película, de Placeres, en septiembre cumple dos años de debutar en estas instalaciones. "Efectivamente. Yo encontré una pareja y todavía estoy con él. Antes, veníamos los tres días, pero ahora sólo venimos los jueves", narra la asesora del hogar, madre de dos hijos mayores y con un físico moldeado a punta de baile -cumbia su favorito- que aduce la hace lucir lola, como presume a la vista.

Jorge León no aparenta sus 75 años de edad. Es un clásico del lugar: son ya dos décadas las suyas al bailoteo en la Corporación. "Uno se rejuvenece con el baile. Yo conocí a un caballero de 78 años que se movía mucho... entonces, lo intenté: hoy puedo decir que me defiendo al ritmo tropical". Y agrega, ahora un efusivo León, que le hace al tango tras unas clases acá bien aprovechadas.

Popotito es un primor

Maggie Díaz, recalca ser de la República Independiente de Playa Ancha. "Al Club tengo dos años de venir. Me encanta, me trajo una amiga. Todo es entretenido. Es como una terapia para nuestra edad. Yo tengo 69 años. Fui comerciante y trabajé de nana. Vengo los jueves, sábados y domingo". Mientras habla, Maggie no deja de mirar para el lado. Al caer el ocaso, este entorno se transforma en un enjambre de abejas ávidas por picar néctar. El amor flota en el aire. Y así lo replica Maggie Díaz. "Yo soy sola: acá también se liga. ¡Y harto! Se forman muchas parejas; uno hace el ambiente", acota ya con los pies de vuelta a la pista.

La noche no los confunde; la disfrutan, poco a poco, paladeándola sin prisas. Como los consomés que beben para reponer energía o las cervecitas (o té) al ánimo ya en llamas.

Para Anabella Airola, con 15 años a cargo de la administración del club, la media de asistencia fluctúa entre los 40 (pocos, eso sí) y 70 años (y contando). "Este lugar es más familiar; acá casi todos se conocen". Pone énfasis en algo: hay requisitos para ingresar. "Por eso lo seguro, tranquilo y elegante", desliza con clase, algo de lo que tanto nuestro fotógrafo como quien escribe debaten a fondo si es tiempo de inscribirse para dejar atrás el mito de los dos pies izquierdos.

Todo mientras la dama de los tacones y falda ceñida gesticula, desde un rincón a, tal vez, la cordialidad de un posible baile .