Guillermo Ávila N.
Un ave observa sorprendida al lente de la cámara de nuestro gráfico. Despliega sus alas oscuras. Aletea con su pico amarillo, inclinada. Como una piedra al lanzamiento, da saltitos sobre el agua en una solitaria carrera que deja a su paso múltiples pliegues en forma de ondas. Emprende vuelo. Vuelve y aterriza. Se sumerge. Chapotea.
Veinte metros y una carretera. El otro lado de la frontera. Una que divide aquel respiro al natural balanceado en parajes y ecosistema para especies endémicas y migratorias... de otra zona más bien sacada del universo árido de Mad Max o el 'Papelucho' ilustrado en chimeneas industriales.
Se trata de un terreno a modo de oasis -compuesto por una laguna principal donde anidan aves y fauna-, cuya dimensión abarca 20 hectáreas en total. Panorámica hoy en tintes marrones por su estado de dormancia (estamos en invierno), pero que en primavera añade color al brote de semillas y plantas.
Conocido como 'Humedal Campiche', un espejo de agua de baja profundidad asoma enclavado en un área que colinda con la Fundición y Refinería Codelco Ventanas. Pero, así como los bosques son los pulmones del planeta, los humedales se consideran sus riñones. De allí, su importancia. Y resguardo.
Por eso el lugar está cercado, a la prevención de los furtivos cazadores en busca de conejos.
Al frente, el polo industrial y aquella atmósfera de material particulado a los gases con NOx (Oxígeno de nitrógeno), SO2 (Dióxido de azufre). Sin embargo, una voz, de esas expertas, pone candado a supuestos. "Esas emisiones están reguladas por sus respectivas normas", dice.
Es Marcela Pantoja, directora de ambiente y territorio de Codelco Ventanas. Como ingeniera ambiental de la Universidad de Valparaíso, desde pequeña, el bichito del medioambiente le despertó vocación. "Las termoeléctricas tienen normas de termoeléctricas. Las fundiciones, normas de fundición. Por lo tanto, los gases ya bajaron su emisión. En este humedal no llega ningún tipo de descargas de Riles (Residuos Líquidos Industriales)", acuña.
Con casco y overol a tono, Pantoja pone paños fríos a un tema de por sí caliente: "Residuos líquidos no llegan. Sólo afluentes propios de las aguas lluvias cuando ocurren por la carretera o los costados". Y reitera, con su experiencia laboral en la zona minera de Antofagasta: "Acá no accede ningún tipo de contaminante".
Contrastes al hábitat
Veinte metros y una carretera. El silencio contrasta con el ruido ensordecedor de las maquinarias y herramientas, a solo unas zancadas en línea recta. Sobre la hierba, un escueto letrero: "En este humedal podrás ver cisnes de cuello negro, coipos y zarapitos. Cuidemos la naturaleza, no botes basura y respeta la señalética".
En el Campiche, la contabilidad de sus habitantes es de importancia. Alta: alberga a 55 especies -varias protegidas por la Ley de Caza a nivel nacional-, entre aves, anfibios, mamíferos. "Eso (conteo) lo hacemos semestral", asegura la profesional con entusiasmo.
Proyecto que empezaron en 2013 y que a la interna catalogan de exitoso, aunque no exento de dificultades, reconocen. "Cuando empezamos con este proyecto, estas dos orillas del humedal estaban desprovistas de vegetación. Todo un desafío".
Pero los peligros, acechan. En los meses de verano, cuando el agua baja su nivel, es norma regarlo artificialmente. De lo contrario, el humedal se seca, ya que es de régimen pluvial. También han enfrentado ataques naturales a las plantaciones del mismo coipo. Incluso el viento es riesgo, ya que limita el crecimiento de la vegetación en la ribera poniente. Caballos que devoran los cuidados bioarroyos y perros vagos que ingresan por los cercos al ataque.
En la sumatoria, apuntan grandes logros. A hoy, cuenta Marcela Pantoja, quien es oriunda de cerro Alegre, han creado un corredor biológico que permite que las diferentes aves (como las gaviotas Franklin) o animales que habitan en este humedal (ya sea de forma permanente o migratoria) ocupen una mayor área.
Con contrato vigente hasta el 2019 son, en promedio, unos tres millones de pesos -y más de 60 desde el vamos- lo que acá se invierte para la mantención de este humedal.
Pantoja asume que le ha puesto hombro y ganas a esta rica biodiversidad, junto a su equipo que integran otros dos trabajadores quienes, en conjunto, se especializan en aplicar una técnica de bioingeniería importada desde España -a través de la consultora Era Sustentable- y que llaman habilitación de suelos. Todo gracias a los bioarroyos, que son cilindros de una malla tipo arpillera de un metro, relleno con tierra de hojas y paja. Allí se introducen semillas de la especie que forman este vital suelo.
Bioarroyos y migra
Los juncos y totoras son las estrellas de los bioarroyos afirmados por estacas. Al fondo, se aprecia una gigantesca pared negra. Es el escorial (que contiene hierro): residuo de la fundición, minero, no peligroso, declarado así en la normativa chilena. "No genera ningún impacto en el medio ambiente", aclaran los encargados de aquí.
Hasta acá, en medio de especies herbáceas y coruros, migra en verano una de las figura del Campeche, el gaviotín de Canadá. Pero no es el único ejemplar de brillo. Por el sector de las totoras se posa la llamativa ave de "los siete colores", pequeña, esquiva y difícil de fotografiar.
Aquí sostienen que cuentan con un protocolo de rescate. Marcela Pantoja especifica: "Consiste en que cuando avistamos alguna fauna que esté herida, tenemos la obligación de ir en su auxilio y llevarla a un centro de rescate especializados hasta liberarlas cuando se recuperen". Cuenta la ingeniero que han tenido el clásico caso de las gaviotas con alas rotas liberadas exitosamente en las playas.
Humedal
En 2011, 160 estados miembros de todo el mundo se sumaron a un acuerdo que protege a 1950 humedales, con una superficie total de 190 millones de hectáreas. Ese acuerdo es el convenio de Ramsar, firmado en Irán en 1971 (en rigor en 1975).
En un terreno donde se supone que su atmósfera ha bajado en emisiones tóxicas al hoy controlado de estrictas normas ambientales, así lo ratifican desde Codelco Ventanas, la perspectiva al horizonte invita.
Veinte metros y una carretera. El ave de alas negras y pico amarillo sobrevuela. Esta vez, ya no está sola: con ella, una pequeña bandada aflora al húmedo horizonte que despeja.