No todos los días son iguales en las entrañas de la Echaurren
Cinco seres humanos cumplen su existencia en los rincones de "la última plaza del puerto". Las palomas los acompañan. El Aladino dice que esto no es un cuento. Duermen en el Hogar de Cristo y otras veces "hacen una vaca" para beber.
Sebastián Mejías Oyaneder - La Estrella de Valparaíso
Entre los tantos lugares olvidados por la sociedad y los malos gobiernos, hay uno en Valparaíso que destaca históricamente por sobre los demás.
La plaza Echaurren siempre está presente en los relatos que dan cuenta de la vieja magnificencia del puerto, hecha en base a la riqueza de los magnates portuarios, sus palacios y la exclusión que, hasta nuestros días, permanece estoica arriba en los cerros.
Valparaíso termina en la plaza Sotomayor, dicen. Al igual que los prejuicios que rodean a las periferias marginadas en las ciudades, es común oír en la cotidianidad de las conversaciones que la plaza Echaurren es incómoda para transitar. Hinchada en vagabundos y alcohólicos que echaron sus raíces en ese lugar, y una inseguridad que desespera a los que allí viven.
Aún así, es complejo cuestionar el horizonte de vida que tienen todos esos que, a ojos del sentido común, no son más que unos pelagatos. Lo hacemos siempre desde nuestra moral convencional y pidiéndoles, sin saber qué hay detrás de sí mismos, que obren como nosotros obraríamos. Así que no se puede saber si lo que se siente por ellos es cariño, lástima, o simplemente desprecio, por haber perdido la oportunidad de ser personas que la sociedad denomina como "de bien"; personas de trabajo y vida normal.
Cinco seres humanos pasan sus días en la plaza Echaurren, desde hace más de treinta años. Se conocen casi completamente sus olores, dramas personales, gustos e historias. Todos profundamente creyentes, como ebrios y vagabundos que son, de un Dios que les asegura un techo, abrigo y comida todos los días.
Uno de ellos dice ser familiar directo de una prestigiosa familia de políticos socialistas, Rosamel Letelier, primo del economista de la Unidad Popular, Orlando Letelier. Eso es lo que cuenta a sus amistades en la plaza Echaurren, quienes lo conocen desde que retornó de Estados Unidos, en donde estuvo más de diez años limpiando trastos, a ver si se hacía acreedor del sueño americano. Pero falló.
Tres borrachos
Son las 12.00 del día y otros tres borrachos, que acompañaban a Letelier, beben desde un envase plástico tres litros de ron cola, que compraron por unas pocas monedas. Ninguno de ellos quiere decir su nombre, ni tampoco contar sus historias, salvo uno que pretendía cobrarme algunas chauchas por entrevistarlo, pero me niego.
El quinto parece el más sensible entre todos. Notoriamente mucho más aseado que el resto, vestido con una chaqueta de cuero color café y sin siquiera tocar la botella que pasa, antes, por tantas otras bocas. "Esto no es un cuento", repite seguidamente, mientras conversamos, a pesar de compartir nombre con el personaje de uno de los libros más famosos en el mundo.
¿conoce los piojos?
Hace alrededor de dos años Aladino Mendoza se entera que padece una diabetes bastante fuerte, pero aún así no se cuida. No se toma los remedios, no respeta tratamientos y no va al consultorio. Por eso es que camina, desde hace algún tiempo, con la mayor parte de sus dedos amputados, en una irresponsabilidad que es capaz de reconocer, todo sea por llegar a comprender los orígenes de su situación actual.
"Es triste la calle y pocos la conocen de verdad, más allá de lo que se comenta sobre ella. Pero una cosa es hablar sobre esto y otra es vivirlo, en carne propia", sostiene Aladino Mendoza, quien a las 12.00 del día acompaña a sus compadres en la Echaurren, procurando no caer en la tentación del trago.
Cree que eso ya lo tiene controlado - cuatro meses se cumplirán desde la última vez que tomó- pero digamos que su convicción tampoco es tan profunda. De hecho, siempre utiliza el "creo" cuando se refiere a su vicio. Pero si recae, sabe bien cuáles son las consecuencias que pesarán sobre sí, a raíz de su auto impuesto pecado.
Lleva dos semanas viviendo en el Hogar de Cristo y está orgulloso de todo lo que está sintiendo ahí. Sábanas limpias, agua caliente y buena atención lo esperan, desde las seis de la tarde. "Hay que ser neófito para desaprovechar una oportunidad como ésta, pero siempre están llegando al hogar algunos que arman escándalo o se aparecen curados. No quiero que me pase eso", afirma el Aladino.
Antes conoció algo que igual es bastante común entre las familias: los piojos. Muchos, alguna vez, son víctimas de esa plaga y revisados por sus profesores en la escuela, pero pocos saben lo que es acostarse en una cama convertida en negro, atestada de esos bichos horribles que, en el caso de Aladino, los tenía metidos en lugares inimaginables. Eso se encontró en el Ejército de Salvación, comenta, así que no quiere moverse de su confort en el Hogar, donde hoy está pasando sus días.
En los tiempos en que su boca se le hacía agua por tomarse un trago, cuenta, no se podía dar el lujo de malgastar su plata en comida. "Nadie se preocupaba de comprar, con lo poco que juntábamos, un poco de cecina y un pedazo de pan. Todo se nos iba, la familia incluso, en el copete". En ese momento el individualismo del que tanto se habla no tenía cabida y era mejor hacer un esfuerzo compartido, antes que inútiles gastos individuales. Si entre todos juntaban solamente tres lucas, podían tomar como reyes, a su medida claro, pero así se sentían al momento de adquirir senda botella de ron cola llena, hasta los tres litros.
La razón de su calle
"Yo creo en Dios y nadie me va a sacar nunca esa idea de la cabeza. No estamos solos. Las palomas, por ejemplo, no le trabajan un peso a nadie y tienen un pedazo de pan todos los días, agua y abrigo. Mi vida no es un cuento". Lo que Aladino quiere es justificar con esa reflexión, y como sea, la existencia del Dios que lo tiene viviendo de lujo, según él, en el Hogar de Cristo.
Hace como diez años, más o menos, se dejaba la piel trabajando por sus tres hijas, pintando las micros o ayudando a su señora a vender ensaladas en el Mercado Puerto. Hombre de trabajo, no quería que sus hijas las pasaran mal, como haría cualquier padre y madre decentes, cuyo sueño es que sus hijos vivan una existencia mejor que la de ellos.
"Don Aladino, su hija entró a la casa y detracito nomás, se metió un hombre", le dijo una vecina en ese tiempo en que aún trabajaba y vivía acompañado de su familia. Se volvió como loco, partió corriendo para allá, esperando que nada grave le ocurriera a su hija mayor, que entonces tenía sólo once años. Pero cuando llegó al lugar se encontró con una imagen desgarradora.
"Un tipo estaba encima de mi niña. Se me vino el mundo encima y lo único a lo que atiné fue a rescatarla de eso. Mientras el otro arrancaba, yo me imaginaba que a mi hija le había pasado lo peor", relata. Pero quedó más tranquilo cuando un médico, en el Van Buren, le aseguró que no tenía nada. En adelante juró venganza.
La historia se pierde en ese momento y con un palo en la cabeza del violador que atacó a su pequeña. Siete años pasaron de eso hasta que se encontró con el lado más crudo de la indigencia, mirado por el mundo como una bestia, con esos hombres que hasta el día de hoy considera unos amigos, aún cuando esa no es precisamente la palabra que utiliza para describirlos.
Lamento por sus hijas
"Papá no entiendo cómo puedes ser tan conocido entre los vagos", lo cuestiona su hija, cuando se encuentran en plaza Echaurren. No comprende cómo es que se pueden tener esas amistades.
"Quién se puede atrever a mirar al otro desde la superioridad", se pregunta el Aladino. Carnet de respeto tuvo que sacar, en esos momentos, para decirle a su hija que esos amigos que tiene son seres humanos y hay que respetarlos como son, igual nomás.
Mientras tanto, los demás en la plaza compartían una jugosa, y bien morada, cebolla en escabeche que se habían conseguido. Entre ellos el Letelier que, con el jugo corriendo por sus manos, estaba muy lejos de la vida de sus parientes.
El Aladino sabe que, cuando sean las 18.00 horas, tendrá que estar parado frente a la puerta del Hogar de Cristo, en Retamo. Antes de eso prefiere retornar a sus raíces, con su esposa, que aún vende ensaladas en la plaza y su hija que, con síndrome de down, es toda la ternura que necesita para seguir viviendo.