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La dura faena de los pescadores porteños para extraer la merluza

Contra viento y marea, La Estrella de Valparaíso se embarcó junto al "Huevo" y al "Pipo" para vivir en primera persona el arduo trabajo de los hombres de mar, quienes de madrugada rompen el oleaje para llevar el sustento a sus hogares.
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Matías Valenzuela

Cuatro de la madrugada, y eso que estamos atrasados. Toda la Caleta Portales se ve a través de un filtro azuloso que difumina la línea que divide el cielo del mar. Jorge Castro, conocido como el "Huevo", llega a un pequeño camarín donde los pescadores guardan sus cosas y su equipo. Es delgado y moreno, sus manos muestran el paso de toda una vida trabajando en el mar; es tercera generación de pescadores. Desde la habitación saca unos bidones de bencina y los deja apartados en la orilla para que uno de los" acarreadores" los lleva hasta el bote, luego sube una pequeña escalinata que lo conduce a una cama de una plaza que se oculta bajo un panel. Se demora un minuto y sale vestido completamente de negro, es como Batman saliendo de su baticueva.

Nos presta ropa para el agua, una especie de jardinera anaranjada y una chaqueta con capuchón que me sobra por dos o tres tallas. "Era grande el finado", bromea el Huevo. La "Virginia" será nuestra nave, luce los colores institucionales de la Caleta Portales: rojo con amarillo. Virginia es remolcada a pulso, está sobre un marco metálico con ruedas y el Huevo la arrastra por delante y un ayudante la empuja por detrás hasta llegar a la zona de la grúa. Afinando los últimos detalles, el Huevo nos cuenta que su compañero no asistió a trabajar así que va a buscar a uno de los "pereros", que vendrían a ser los reservistas. Al igual que los suplentes de un equipo de fútbol, un grupo de 7 hombres espera que les llegue su oportunidad. El "Pipo" será nuestro segundo a bordo, es un hombre de mediana altura, contextura gruesa, barba cana y ojos pequeños.

A punto de entrar al agua, nos situamos en puntos específicos del bote para hacer contrapeso, la grúa agarra el bote a través de unas correas y nos deposita en el agua con delicadeza, no me di cuenta cuando ya estábamos flotando. El Huevo enciende el motor de un tirón y empezamos el camino mar adentro. Tenemos que recorrer 12 millas marinas, para llegar a la zona donde se pesca la merluza. En el agua se ven unos 6 botes más, se distinguen gracias a los focos que tintinean entre la penumbra.

El bote avanza sin mayores golpes, de vez en cuando se empina para delante y rebota para atrás. El Pipo, me señaló tres veces que de seguro iba a terminar vomitando. Afortunadamente se equivocó, pero no por mucho, porque en un punto del viaje, yacía pálido con los ojos achinados.

El trayecto duró casi dos horas, a velocidad moderada, los cerros iluminados de la ciudad se dibujaban como una constelación amarillenta. Cuando pasamos la altura de Laguna Verde, el agua se puso más agitada, y sentí los primeros mareos. Cada salto del bote se sentía en el estómago, como una montaña rusa zigzagueando.

El Huevo y el Pipo me cuentan que hoy su principal enemigo son los lobos marinos, los mencionan con rabia y con recelo. Dicen que ya son muchos, una plaga que les quitan los pescados, al punto que hay pescadores que llegan sin nada a la caleta. La situación los complica, porque llegan a gastar 40.000 pesos en bencina en un solo viaje. No es ninguna gracia que los lobos te quiten tu botín, y por lo mismo, las rutas pesqueras se han ido modificando para hacerle el quite a los mamíferos, pero estos son inteligentes y muchas veces persiguen a las naves. Es una enemistad con tintes épicos.

Línea madre

Llegamos a un punto estratégico. El Pipo monta una boya artesanal con una cuerda verde que sirve para delimitar la zona de la "línea madre". Ningún otro bote puede entrar a ese sector, porque se pueden enredar con otra embarcación y perder toda la pesca. Es parte de los códigos del gremio y se respetan.

Junto a la turbina, el Huevo revisa nuestra posición con un GPS, y da la señal cuando ya estamos en el sector para pescar, miro en 360º y no se ve tierra por ningún lado, pareciera que estuviéramos en aguas internacionales. Debajo de unas lonas, descubren unos canastos redondos y extendidos, como platones de mimbre. Allí se ve una enredadera blanca muy fina que se enrolla ampliamente, y en una orilla se apilan un montón de pequeños pescaditos. Parece un plato gigante de espagueti con jurel. Es el espinel de pesca, hecho con un hilo de nylon reforzado que contiene los anzuelos y sus respectivas carnadas: sardinas. El Pipo lo va desenredando laboriosamente en el mar, está doblado de tal forma que las carnadas van saliendo una a una y entrando al agua. El hilo contiene pesos y contrapesos, que son unos pequeños fierros y unas botellas de vidrio vacías, con esto se regula la altura del hilo para que quede en forma de zig zag y sea más fácil atrapar merluzas. Son dos espineles, que poseen 1.200 anzuelos cada uno.

Llegado ese punto, la espera es cortísima, nos explican que en su trabajo lo más largo es llegar al punto donde se pesca más que la pesca misma. Para hacerle el quite a los lobos marinos, tienen que irse cada vez más lejos. Divisamos a uno a lo lejos, se hunde y emerge intermitentemente, hasta que lo perdimos de vista. El Pipo se queda parado en la orilla para seguir buscándolo con la mirada.

Después de ordenar las cosas, se carga más bencina. El frío se empieza a sentir en los huesos, las manos y los pies son los primeros damnificados. Giran el bote y empieza a recogerse el espinel. Sale vacío, y se mantiene así un buen rato, se puede sentir la frustración del Huevo y el Pipo. Salen tantos anzuelos sin pesca que se hace natural preguntarles si esas carnadas, se puede usar de nuevo. Nos responden que no, con la voz apagada y siguen tirando del hilo. El Pipo se asoma por la orilla y le pega al canto del bote, como suplicándole al mar que les de algo. El ánimo sigue triste, cabizbajo, pero al poco rato se da vuelta el partido. Sale la primera pescada, de generosa extensión, la desenganchan con fuerza y la tiran adentro del bote. Me rebota entre los pies y se retuerce hasta quedarse inmóvil, abre las branquias y petrifica sus ojos. En seguida, aparecen dos más, después otra, otra, y otra. No paraban de salir merluzas, algunas de casi un metro de largo que caían con fuerza, parecían mutantes submarinos. El Pipo dibujo una amplia sonrisa entre su espesa barba. El Huevo apuntaba al cielo y daba muestras de agradecimiento, quizás, a San Pedro.

La cantidad de pescado era abrumadora, salían y salían sin parar. Tuve que cambiarme de asiento para hacer más espacio. Cuando uno se soltaba, el Pipo tomaba un palo con un gancho y la rescataba del mar. Se empezaron a aglomerar las gaviotas: buena señal para una salida de pesca. Perdimos la cuenta de cuantos pescados eran, yo calculo que más de cien. El ánimo cambió radicalmente, y volvieron a escucharse los chistes y bromas, la mayoría sobre mi repentino color pálido. Estaba bastante mareado con el vaivén del agua y el olor a pescado.

Cuando el ambiente estaba distendido, hubo otro percance: se cortó el espinel. Estaban sacando una pescada, y el hilo se cortó. Su reacción fue de alarma, y sobre la misma, el Huevo tomó una botella amarrada, agudizó la mirada como calculando algo y la tiró al mar, le dio un poco de cuerda y empezó a tirar con nerviosismo hasta que sintió resistencia. "parece que la pesqué", fantaseó. El Pipo seguía con atención la maniobra, empiezan a tirar de la cuerda hasta que emergió el espinel, y les volvió el alma al cuerpo. Según explican, haber perdido el hilo podría haber sido la pérdida de toda la pesca que seguía enganchada, y no era poca. El Huevo volvió a celebrar al cielo, cuenta que la jugada que hizo para recuperar el hilo es muy difícil, y la mayor cantidad del tiempo falla. Fuimos testigos de una hazaña.

Con el bote rebosante de pescados, emprendimos el viaje de regreso, ya mucho más contentos. La grúa nos elevó pasadas las 09.00 de la mañana. La pesca fue repartida en canastos y se pusieron a la venta inmediatamente, un par de señoras se llevaron una docena de pescadas fresquísimas, sacadas del agua hace menos de 10 minutos. El Huevo ordena las cosas del bote e informaba de su llegada. Todas las salidas y llegadas deben quedar registradas, si un bote no llega después del mediodía, sale una embarcación de rescate en su búsqueda. No han sido pocos los pescadores que no han vuelto, es un trabajo de alto riesgo.

Estoy exhausto, huelo a pescado, con frío y mucho sueño, y me apronto a irme a mi casa, pero el Pipo y el Huevo se quedan, tienen que seguir vendiendo, y mañana van a repetir la rutina, este es su día a día, es la vida que escogieron. El trabajo es durísimo, y se repite sin falta de martes a domingo. Hay que tener aguante para ser pescador, eso es indudable. La próxima vez que reclame por el precio del pescado, piense por un minuto en todos los sacrificios que hay que hacer para ponerlo en su plato.