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Salvaje Almendral

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Martes, 7.50 AM.

Valparaíso. Voy por 12 de Febrero, entre Pedro Montt y Chacabuco, en dirección a avenida Brasil. De a poco me acerco al sector con más ajetreo, donde puedo ver a personas descargando cajones con frutas y verduras, otras que salen con sacos desde las bodegas que hay por ahí; unas mujeres arman un puesto en la vereda y entremedio, sentados en la calle sobre restos de frazadas y trapos, hay dos viejos. No les puedo decir personas de la tercera edad o en situación de calle, faltaría a la verdad. Son dos cuerpos rancios, desastrados, sucios, dañados. Uno tiene la pierna herida -no los miro mucho para no molestar, pero alcanzo a ver detalles-, otro está con el cierre del pantalón abierto y al igual que yo, ambos observan lo que pasa. Deben tener hambre, aunque con el olor que se siente (qué digo olor, ¡hedor!) no sé si a alguien se le pueda abrir el apetito. El aroma es una mezcla de aguas servidas, heces humanas y de perro; basura en descomposición y marihuana.

A esa hora son muchas las personas que trabajan en la calle. Algunos llegan en sus camiones, otros empujan carros, pasan universitarios, escolares, la gente se sube y baja de las micros. Afuera de la "Tía Rica" una funcionaria lava el suelo; ahí los zapatos no se pegan a esa pasta pegajosa que cubre el cemento en Valparaíso. Aunque camino con la cabeza gacha (nunca se sabe con lo que uno se puede tropezar, hasta ratones muertos he encontrado), cada tanto observo a mi alrededor; es mi forma de espantar a posibles delincuentes. "Tienes que mirarlos a los ojos, a lo chora", me aconsejaron una vez. Y en ese paneo me topo con un buzo mariscador. Sonreímos. Viene con el traje mojado, a cara descubierta. Junto a él, un hombre arrastra una chancha llena de perchas de piure. Pienso en mi suegro, que sería tan feliz con ese botín.

De pronto siento olor a quemado, ¡incendio! Mi mente afectada por tantas emergencias piensa lo peor. Pero no, otros residentes de este barrio, que tienen su ruco por ahí, hacen fuego en la vereda para preparar el desayuno. De alguna parte sacan agua y pan; aunque no falta quien le da el bajo a una lata de cerveza tibia o agarra alguna fruta olvidada en el suelo. Escucho a una flaca sin dientes que estaciona autos, le grita a un colega, pero no le entiendo nada.

Sábado, mediodía.

Avanzo por Pedro Montt, a la altura de la Escuela Grecia. Veo la planta de un pie, negra de tan sucia. Observo bien y debajo de unas frazadas hay una persona que duerme de guata, con la cabeza apoyada sobre la mejilla derecha; tiene la boca abierta. Hago la fila para comprar en la panadería Pedro Montt, la mujer de la calle se despierta e ingresa al local, pregunta cuánto vale el té, tiene frío. No sé si las dependientas le responden. Se pasea de un lado a otro, soba sus manos; debe ser puro hueso debajo de la ropa dos tallas más grande. La mayoría intenta no mirarla, aguantan la respiración y apuran el trámite. Abro mi billetera y le doy mil pesos: "Que Dios la bendiga", me dice y salgo rápido. Quiero llegar pronto a mi casa.

Lunes, 17 horas.

Hace poco dejó de llover. El agua cubre los hoyos de la vereda norte de avenida Brasil y hay que andar con cuidado. A la altura de Uruguay, algunos valientes siguen con la venta de papas y cebollas. Una clienta se baja rápido de un auto y reclama que la semana pasada le habían cobrado la mitad por un saco, no para de quejarse, pero igual se lleva lo que necesita. Anda con un delantal rosado, como de colegio, manchado de aceite. "Gracias, tía", le dice el vendedor, que es chileno. Cada vez son menos los chilenos que trabajan en El Cardonal, tanto así que me sorprendí al escuchar su acento.

Trato de caminar rápido, pero no puedo, me resbalo y eso que ando con bototos. Al llegar a Morris, justo donde hay un edificio recién construido, un hombre instaló dos colchones, uno encima del otro. Duerme junto a un perro, rodeado de cachivaches, ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor. Una vez alguien me dijo que las personas en situación de calle duermen en el día y pasan la noche en vela para no morir de frío, además evitan que les roben lo poco que tienen. Recuerdo a Ignacia Palma, la joven trans que mataron el 2022; la apuñalaron y quemaron dentro de su ruco ubicado al lado de la línea del tren, en avenida Francia. Parece que fue al caer la tarde, quizás si estaba dormida.

Veo mi silueta en una poza de agua aceitosa. Ningún temporal borra las huellas del abandono.

Martes, 7.50 AM.

Hoy cambié la ruta para ir al trabajo. Cuando paso por el Rodoviario, frente al Congreso, veo a los primeros vendedores ambulantes. Ponen su paño en la cuneta y un hombre muy delgado, de edad indeterminada -puede tener 30, 40 o 60- acomoda zapatos usados. Unas botas de mujer, unas zapatillas de bebé, chalas, mocasines de hombre. Un par al lado de otro par, perfectamente ordenados; de manera pausada, el comerciante va al bolso matutero, agarra un taco y otro, los acomoda mirando hacia delante y repite. En este puesto no hay temporadas, todo se puede vender.

A pocos metros una mujer extranjera llega con un carro de supermercado lleno de artículos de aseo. Cada día ofrece más productos, y cada día, capa por capa, abriga a su hija que ahora duerme entre envases de cloro, rollos de papel higiénico y lavalozas; sus moños se asoman rebeldes, desafiando la helada. Siento el frío en la cabeza y no tengo nada para cubrirme, ni gorro, ni bufanda.

" Trato de caminar rápido, pero no puedo, me resbalo y eso que ando con bototos. Al llegar a Morris, justo donde hay un edificio recién construido, un hombre instaló dos colchones, uno encima del otro. "