El veraneo de lujo en las 'playalais' de la Ruta del Mar
Un viaje al interior del taquillero litoral costero es la excusa ideal para conocer, en plena época estival, el patrimonio casi exclusivo de quienes vienen -en su mayoría- desde la zonas más elegantes de Santiago. ¡Despejen la pista!
Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso
"M", llamémoslo así, nos traslada en su todoterreno. El viento marino azota el rostro, pero aquella melodía, a punta de baladas románticas en español bien ezzzpañol, no parece muy distinta a la mía. Su mano izquierda decide hacia donde seguimos, la otra permanece impávida sobre la marcha.
Nos movemos. Atrás quedan Valparaíso, Viña del Mar, Concón. La línea recta se torna difusa en adelante. El camino hacia el norte de la Región por la ribera transcurre a prisa sobre una juguetona meseta delineada entre abruptos acantilados y verdes bosques.
Por un segundo, la costa azul en Francia o la princesa Grace Kelly con pañuelo y gafas negras a bordo de su estiloso Ford modelo 58 por Mónaco, saltan al imaginario. Todo parece refinado. De cine. Muy 'fifi'. Lo contrario a lo que podría ser el bus carmesí cola de La Roja conducido por, digamos el Pitbull y de copiloto... al gran Jarita.
Continuamos. La Ruta del Mar circuito litoral norte se hace grande. Y bella. Hasta que después de casi dos horas de kilometraje, un pequeño edén deslumbra: Papudo. Si hay una primera puerta de entrada en esta parte del vibrante recorrido, no cabe duda… acá está el mejor escenario. No se aprecian ni marejadas.
El apacible sonido del mar desata tranquilidad. El océano les ha enseñado a los habitantes de aquí las limitaciones que supone una vida dedicada a obtener lo que éste, el mar, puede ofrecer y no siempre regala. "Durante el año es un poco muerto, pero ahora es verano. Ya ves, estamos con muchos turistas", asegura Carmen Moreno, comerciante, quien lleva toda una vida en estos lares y para quien los visitantes son como una especie bendición.
Eso hasta que unos tipos con acento maradoniano del tipo infla pecho se bajan de su combi, orinan y lanzan chelas como quien putea a un árbitro por deporte.
En la ruta costera
Seguimos marcha. Al camino, nos salen un desfile de edificaciones cuyas curvas irregulares proyectan coquetas formas sobre sus fachadas: construcciones ecológicas, sostenibles, respetuosas con el medio ambiente. Terrazas al natural que albergan jardines en sus techos como para concursos internacionales. Bien hubiesen sido el orgullo del artista austríaco Hundertwasser. Todo es muy refinado.
Una lavada de cara que contrasta con aquellas tomas a un costado del camino o cabañitas levantadas a pulso de mucho más atrás. Resulta evidente que una buena parte del público objetivo en estos exclusivos balnearios se pasea en esta época estival al filo entre lo elegante y lo extravagante.
Si Michael Jackson estuviera vivo, probablemente hubiese trasladado su rancho "Neverland" -con niños, rostro más blanco y todo- hasta estos peculiares terruños. La privacidad a ultranza.
Allí están elevaciones adyacentes al mar. Condominios a lo resort con piscinas y jacuzzis a todo dar. Un pasillo finito entre el verde - turquesa marino y palacios arquitectónicos incrustados en los cerros. Eso es lo que veo. Eso es lo que describo.
Se suele decir a este lado más sucio de la vereda, tal vez con cierta autocompasión, que la felicidad es un estado fugaz, una rica sensación que vivimos por un tiempo y que se nos termina escapando de entre los dedos. ¡El minuto 119 del palo de Pinilla!
Pero eso parece no ocurrir aquí, en un país llamado Chile, donde algunas afortunadas castas sociales llevan empeñadas siglos en tomarle el ajuste a la felicidad, como si fuera patrimonio exclusivo de ellos. Y en parte lo es. En su mayoría vienen de las zonas altas capitalinas: La Dehesa, Lo Barnechea, Chicureo, entornos agrestes, alejados de la masa.
Arena y sol
El lujo, el verdadero lujo es aquel que pasa desapercibido para la mayoría. Ya lo dijo Coco Chanel: "El lujo es una necesidad que empieza cuando acaba la necesidad". Esa caja de pandora al que tienen acceso muy pocos mortales. Porque si hubiera que calificarlos, los lujos, habría que crear una nueva categoría por encima de las cinco estrellas.
Esta zona se ha convertido en un verdadero 'must', como diría algún personaje con la papa atravesada en la boca, una insignia que muestra la cara más robusta de nuestro país. Hablamos de la escapada perfecta para aquellos sibaritas de las comodidades, el idílico y siempre bien ponderado Zapallar.
Después de todo, escuchar las voces de aquí ya en la blanquita arena forma parte de la hoja de ruta del viaje. "Todo es muy maravilloso, cool", aseguran a coro adolescentes casi sacadas de revista de papel couché, a la par de una señora que se identifica como madre de una de ellas: "La playa exquisita, linda. Siempre venimos en verano. ¿Verdad Pao?".
Aquí no hay bling bling, logos gigantes ni coa. Sí Katy Perry, moda y 'oe galla'. Y muchas tablas de surf. También una especie de mini bus con anuncios de polo que trasladan a pasajeros.
-¿Les molestamos con una foto?, consulto a otra doña que parece de 20. Escultural ella,
-¿Eres de acá? ¿Periodista?, pero tu pinta… pareces argentino…
Durante nuestra corta travesía en el litoral costero, la sensación de ser un país esquizofrénico, hundido en una contradicción, como diría más de algún sociólogo, no resulta del todo paranoico.
Hay asombro, de ver el tamaño y refinación de las viviendas.
En eso, un angosto y zigzagueante caminito de tierra nos deposita en el pueblo. No cualquiera: Cachagua, el epicentro de los ricos, y sí, de aquella casta que se cree por encima de todas: los políticos. Aquí todas las ideologías comulgan en verano mientras que en el resto del año se rompen platos para la TV. Egos.
En realidad parecen pequeñas ciudades fortificadas a las que pocos tienen acceso. Hogares que simulan tribus de cabelleras amarillas y ojos cristalinos compuestas por familias que comparten un ancestro común de linaje. De apellidos europeos. Que se han casado durante generaciones entre sí, un mundo aparte para el sujeto de a pie.
Contrastes al ocaso
Para mantener a estas mansiones, eso sí, las mismas que gran parte del año quizás sólo cobijan a algún insecto o un juguetón fantasma, hay que tener lucas. Y también el debido personal.
Se ha dicho. Así como existen esos dos pelagatos del Palacio de Buckingham cuya misión es darle cuerda a 600 relojes que hay dentro. O el empleado de un millonario anónimo, mencionado por Richard Conniff en Historia Natural de los Ricos, encargado de revisar y colocar las ampolletas todos los días. Aquí vemos a unas nanas, de uniforme, resguardando los hogares de aquellas segundas o terceras residencia. Como custodias.
"Los patrones son de Santiago. Nos tratan bien", afirma Luisa G., empleada doméstica puertas adentro oriunda de San Antonio, mientras mira de reojo hacia el interior del palacete que la cobija.
Es cierto, algunos hechos parecen inclinar balanza a la polarización. Por un lado, hordas de "cultura flaite" que acechan como incontrolables zombis dispuestos a dar mordiscos a cualquiera que se atreva a hablar de corrido o que escuche temas en inglés. Y por otra, bueno, en parte lo aquí seudo descrito.
Una vez fuera de los balnearios -que son una maravilla, puntualicemos-, solo nos queda la última etapa de nuestro vertiginoso periplo.
Pero eso será motivo de otra entrega. Por hoy, tengo la suerte de contar que he visitado a este lado del país de la felicidad.