"llevé mis sueños en una maleta"
En tan solo segundos, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, lo juro. Se hicieron las 17.00 horas del día lunes 5 de febrero y, por más que deseaba que el tiempo pasara lento, el reloj me hizo una de sus peores jugadas: me obligó a decirle adiós a mis familiares y amigos, pero aún esperanzada de que realmente no fuese una despedida, sino un hasta luego.
-Súbase, señorita, la vamos a dejar -me gritaban a pocos metros de la línea de buses de la ciudad de Maracaibo "Nuestra Virgen de Guadalupe", con destino a San Antonio del estado Táchira, Venezuela.
El bus era como un funeral, donde eran velados cada uno de mis sueños. El transporte arrancó poco a poco y mi vista sólo apuntaba a ver el rostro herido de mi madre y mis hermanos.
Con pasaporte en mano, mi título profesional y un morral medio lleno de comida para amortiguar un viaje de nueve días, decidí emprender rumbo. A penas, mi bolsillo contaba con 500 dólares (unos 397 mil pesos chilenos).
Se hicieron las 17.00 del día martes. ¡Al fin he llegado a San Antonio del Táchira! Pensé que había salido de lo peor: mafias nocturnas que azotan las carreteras del país. Pero aún no empezaba "lo mejor de lo peor" de la gran aventura.
Al bajar el bus en la última toma de control de la región andina, visualicé cómo los uniformados de "seguridad" de forma descarada obligaban a los hombres a quitarse la ropa con una finalidad: arrebatarles las pertenencias de valor y los pocos dólares que tenían para escapar de la terrible delincuencia de la que hoy es víctima mi país.
las dos Venezuelas
Una fila interminable de ciudadanos en la emigración de Venezuela con Colombia y un aviso que decía "Aquí no se habla mal de Chávez" acentuaban mi dolor e indignación. Era como haber vivido en la época nazi. Mi ojos hicieron una especie de panorámica y descubrí las dos Venezuelas: los profesionales que huíamos de un país escaseado de oportunidades y otra, la del ciudadano corrupto tratando de despojarnos de las pertenencias. Era carne fresca en un mar rodeado de tiburones.
¡Ya en Colombia! Mi respiración cambió de inmediato. Arrastrando maletas por el puente Simón Bolívar, compré mi boleto directo hasta Santiago de Chile, por un valor el valor de 360 dólares (unos 218 mil pesos chilenos), equivalentes a seis salarios mínimos mensuales en Venezuela.
Se hicieron las 18.00. Me sentía agotada. Aún mi estómago se saciaba de unos panes adquiridos en el desayuno. No podía gastar mucho, debía ahorrar.
Sentada en la vereda del terminal de Expresos Omega, en Colombia, apenas podía descansar mis piernas y trataba de auto-ayudarme con un poco de humor. "Aún faltan ocho días", me repetía una y otra vez.
Un grito me hizo volver a la crisis emocional que vivía en ese momento: "¡Venezolanos de mierda, quieren invadir Colombia! ¡Ustedes, las venezolanas, se vienen a prostituir!", exclamó la mujer. Fue inevitable llorar, pues nadie sabe mi realidad. No emigro para ganar dinero fácil, soy una profesional.
Se hicieron las 20.00. Éramos un grupo de 63 venezolanos ya listos para viajar a Ecuador, personas desconocidas con un solo motivo que nos convirtió en familia.
Una sustracción de una de las muelas del juicio realizada en Venezuela, por poco impidió mi llegada a Santiago. El peso de la maleta, las filas para sellar el pasaporte en cada frontera y el estrés, abrieron mi herida de una operación que tuvo duración de tres horas. Una hemorragia presenté en media carretera hacia Perú. "¿Por qué a mí?", me preguntaba una y otra vez.
Mis manos ya estaban dormidas, había perdido mucha sangre. Necesitaba ayuda médica, pero era imposible; no tenía dinero para pagar un servicio de salud, apenas pude pagar algunos medicamentos y rogarle a Dios llegar bien a mi destino. El fármaco hizo efecto por unas horas. Volví de nuevo a la pesadilla; la sangre aun persistía.
-Necesito ayuda médica -le rogué al conductor del expreso, quien sólo me advirtió que perdería la conexión a Chile al dejarme en un hospital de Ecuador.
Mi mente hizo una pausa: dudaba entre quedarme sin un dólar o arriesgarme a seguir el viaje sin saber si podría llegar con vida después de perder tanta sangre.
Mis compañeros de viaje se apiadaron y jamás pensaron en dejarme sola en tan terrible situación, por lo que obligaron al conductor del bus a estacionarse en un centro médico cercano de la ciudad.
En ese momento imaginé: si tan solo los venezolanos que aún persisten en nuestra nación fueran tan unidos como los 63 de aquel bus, nuestro destino sería distinto...
Francia Romero, periodista venezolana, relata su viaje de 8 días a Chile:
Al igual que cientos de venezolanos que llegan a nuestro país, la profesional debió emprender una larga travesía por tierra junto a sus compatriotas. Éste es su relato.
Por Francia Romero